
ENSAYO. El colombiano Carlos Granés es autor de "Delirio americano", una invitación a recorrer un mapa cultural y político de América Latina.
El colombiano Carlos Granés es un destacado antropólogo y ensayista, y ha dedicado considerables esfuerzos en la exploración de la cultura y la identidad latinoamericanas. A través de penetrantes y sugerentes trabajos, ha construido una mirada múltiple, que abarca tanto los discursos políticos que han moldeado la realidad de la región hasta las manifestaciones más excelsas de sus artistas, pensadores y escritores.
Delirio americano es uno de sus libros más ambiciosos. Se trata de una invitación a recorrer un mapa cultural y político de América Latina, cuyo derrotero se inicia con la muerte de José Martí, uno de los pilares del pensamiento latinoamericano, y se proyecta hasta finales del siglo XX, una de cuyas marcas, la muerte de Fidel Castro, acompasa también el final de una época y de una manera de pensar la realidad de nuestro continente.
La elección de Martí no es un detalle menor ni gratuito. Nadie como él encarna ese tránsito entre el romanticismo y el modernismo. Por eso, Granés lo llama el último romántico y el primer modernista de nuestras letras, u autor “bisagra”, en cuya inteligencia convergen el combatiente libertario y el pensador consciente de los problemas latinoamericanos, el forjador de una nueva sensibilidad para entender América Latina.
Es justo decirlo en esos términos porque, como apunta Granés, “detrás de Martí vendrían muchos otros poetas, visionarios y utopistas dispuestos a liberar al continente una y otra vez, eternamente, de los molinos de viento que lo atenazaban. Altruistas y desmesurados, quisieron arrastrar a América Latina a mejores puertos, a tierras alumbradas por sus fantasías y sus más extraordinarios, salvíficos y en ocasiones sangrientos delirios”.
Lo que observamos hoy es un regreso al tribalismo, a la batalla cultural, a la trinchera".
“Los que hacemos humanidades formamos hoy una especie de resistencia”. Esta frase me la dijo un colega de la universidad donde trabajo. Parece tener sentido, dado el rumbo que va tomando la educación y, también, esa cierta desconfianza hacia la cultura, sin olvidar la manera en que los medios fabrican contenido en la actualidad. ¿Esa frase te parece apropiada? ¿Qué papel juega un humanista en medio de este caos?
Hay algo de cierto en la frase porque el humanismo tiende a pensar o a poner el énfasis en aquello que nos iguala, o aquello en lo que podemos compartir, aquellos elementos esenciales que nos permiten dialogar, acercarnos al otro; el humanismo supera barreras nacionales y culturales. Lo que observamos hoy es un regreso al tribalismo, a la batalla cultural, a la trinchera.
Estamos en medio de la tendencia a usar la cultura como un instrumento de agravio al otro, de posicionamiento político. En ese contexto, la cultura es como un punzón que hiere la sensibilidad ajena, es algo que divide y fragmenta, en vez de establecer puentes y acercamientos entre personas de procedencias y culturas distintas.
Entonces, quienes tenemos algún vínculo con el humanismo sentimos que la realidad actual nos choca. Nos chocan mucho la política de la identidad y las guerras culturales. Esto resulta un agravio para aquella función que le hemos atribuido a la cultura, que es justamente la posibilidad de dialogar.
Estamos en medio de la tendencia a usar la cultura como un instrumento de agravio al otro, de posicionamiento político".
Si pusiéramos esto en una perspectiva temporal, ¿cuál dirías tú que es el punto de inicio de este cambio cultural?
Puede que la génesis haya sido Mayo del 68 porque, a partir de allí, surgen varias reivindicaciones identitarias. Pero, en ese momento, eran bastante libertarias y muy poco dogmáticas, más bien tenían una perspectiva hedonista e incluso algo lúdica.
Sin embargo, a medida que avanza el siglo XX y llegamos a la década de los 90, esto se convierte en una forma de entrar en política, de establecer trincheras identitarias, de exigir derechos y reivindicaciones, una forma de medrar en campos culturales, políticos y académicos. Es el inicio de una filosofía, o más bien de una estrategia dogmática, con la idea de privilegiar no lo que se hace, sino a quien lo hace.
Definir quién es uno y qué es capaz de hacer es el principio de demandas de derechos, de cuotas, etcétera. Y ahí se impone el dogma. En la última década, lo que hemos visto es una mezcla de esa estrategia con un celo puritano, un celo casi religioso, que ha convertido a la sociedad en un rompecabezas de identidades en el que cada cual se preocupa por su sufrimiento, su padecimiento, sus problemas. Nos hemos dividido y fragmentado, y todo ese gran espacio común que celebraban el arte y la literatura se va perdiendo.
¿Sería muy utópico pensar en un regreso de las humanidades, de ese espacio de comuniones que tanta falta hace hoy?
Me parece que no hay que ser mesiánico ni utópico, no hace falta. La simple dinámica de los ciclos históricos nos permite ver que en el pasado también hubo momentos de auge identitario, como por ejemplo los años 20 en América Latina, que conformaron un tiempo de reivindicaciones identitarias muy poderosas, pero que terminaron hartando a las nuevas generaciones, que empiezan a ver estos dogmas como una camisa de fuerza que se quieren quitar de encima.
La consecuencia fue la demanda de nuevos espacios de libertad, de manera que nada hace pensar que esto no pueda repetirse en el futuro, como búsqueda de un humanismo universalista. Mientras tanto, estamos pasando un momento patético, la cultura está atravesando por una crisis enorme. Estados Unidos es un ejemplo. Ellos están celebrando las peores expresiones latinoamericanas.
Estamos pasando un momento patético, la cultura está atravesando por una crisis enorme".
En Delirio americano, me preguntaba si ese se delirio no tendría que ver con una historia como la latinoamericana, marcada por utopías desde la conquista, con ese país imaginario y abundante, lleno de oro y plata. En los siglos posteriores la presencia del discurso utópico ha sido muy fuerte, ¿acaso la utopía es también una forma de ese delirio?
Sin duda. América Latina ha sido una especie de pantalla sobre la que se han proyectado toda suerte de fantasías: bíblicas, medievales, cristianas; toda suerte de visiones de progreso y futuro; las ideas socialistas y comunistas por supuesto, las indigenistas, el regreso al Tahuantinsuyo, en fin. Hemos sido un campo fértil para el surgimiento de estas ideas.
Eso habla de un síntoma, de un sino trágico, y es que estamos, por lo visto, condenados a privilegiar la fantasía y la imaginación sobre la realidad, y no solamente por nuestro propio oficio, sino también por el de los extranjeros.
Cuando los extranjeros se acercan a América Latina, hacen lo mismo: proyectan sus deseos y fantasías, en vez de pensar en soluciones prácticas a problemas concretos. Eso nos condena siempre a lidiar con pulsiones utópicas. Por eso, nos ha ido mal en el terreno político. En el lado cultural, en cambio, nos ha ido muy bien.
Suena a paradoja.
Claro. Y eso ha permitido que surjan imaginaciones flamígeras, incendiarias, que quieren quemar el mundo real para recomponerlo en todos sus elementos a partir del deseo, la técnica, la voluntad y la pericia de grandes creadores.
En el campo cultural y artístico, esto ha sido muy benéfico; en el político, en cambio, ha sido desastroso. América Latina no le ha dado al mundo ideas políticas que sean mínimamente viables o exportables; esa es nuestra gran tragedia, o parte de ella.
Cuando los extranjeros se acercan a América Latina proyectan sus deseos y fantasías, en vez de pensar soluciones prácticas".
En los últimos años ha surgido un debate en relación con el periodo de la conquista. Se enfrentan quienes piensan que la conquista generó un genocidio, que sembró un paraíso de explotación y miseria; del otro lado, están los que consideran que esa leyenda negra es una exageración, que la conquista ni fue en el fondo tan mala. ¿Cuál sería para ti el aspecto más positivo de ese proceso?
Soy de los que piensan que sí hubo algunas cosas positivas. Es verdad que toda conquista, por principio, es sangrienta, barbárica, y supone el sometimiento de una población, un desgarramiento y una pérdida cultural, por ejemplo, la pérdida de la lengua y los dioses. Eso es inevitable y doloroso, un tránsito atroz.
Pero, una vez que se van superando estos momentos de vacío y pérdida, lo que vemos en América Latina es la creación de algo único en el mundo y en la historia, que es el nacimiento de una cultura que se pretende europea, una traslación de lo hispánico que, al entrar en contacto con nuestra realidad, empieza a transformarse, en virtud del mestizaje y a la hibridez de sensibilidades: lo barroco, lo novomundista, el catolicismo, las visiones indígenas.
Lo que intentó hacer España, en ese momento, más que convertir a América Latina en colonias que nutrían de oro y plata al imperio mediante la esclavitud, fue extender la civilización hispánica a estos nuevos territorios. La lógica de una monarquía era esa: la formación de virreinatos, eso era parte del proyecto civilizatorio. Los puestos clave de estos virreinatos eran ocupados por foráneos para evitar conflictos de interés con las élites locales.
Evidentemente, los agravios prevalecen en la memoria y son, además, la justificación del proceso independentista, pero, haciendo un balance, no se puede decir que todo fuera una tragedia y saqueo. Se crearon iglesias, universidades, en fin, había un proyecto civilizador. Las élites independentistas no eran esclavas, todo lo contrario, formaban una oligarquía. Hay que combatir, en todo caso, la idea de que la conquista fue única y exclusivamente una tragedia.
Hay que combatir la idea de que la conquista fue única y exclusivamente una tragedia".
Alguna vez le pregunté a un antropólogo e historiador peruano sobre este asunto. Me respondió que, a veces, olvidamos que la conquista significó también ingresar al mundo occidental.
No dudo de eso. Hoy en día, que tanto se habla de ese deseo de unión latinoamericana, no olvidemos que esa fantasía tiene que ver mucho con el elemento hispánico, que aporta el idioma y la religión, mientras el elemento indígena tiene una naturaleza divisoria, porque no había en ellos una visión continental, que vino esencialmente con el elemento hispánico, con un idioma que puso en marcha una cierta homogeneidad.
No solamente ingresamos a occidente, lo cual debería verse como algo positivo, sino también encontramos elementos de unidad continental.
En el contexto actual, uno percibe una animadversión muy pronunciada entre derechas e izquierdas. Se sataniza cualquier cosa que se vincule con el progresismo o con los derechos civiles. Cualquier cosa que salga de los dogmas de la democracia liberal se demoniza. ¿Qué ves en eso?
Hacemos una excepción con España, donde los medios y el discurso público tienen ligazones con el espectro de la izquierda. Lo que yo veo en España es un desafío mutuo entre izquierda y derecha mediante posicionamientos, declaraciones, promoción de prácticas culturales de uno y otro bando.
Pasemos a América. En Colombia, la agenda identitaria tiene mucho respaldo desde el mismo gobierno. El Ministerio [de la Igualdad y Equidad] reivindica identidades, saberes ancestrales, productos locales. En Estados Unidos tienes un estado como La Florida, sumamente conservador, ¿no? Un estado antiderechos en general. Por otro lado, están las grandes universidades, que defienden todo lo contrario y no toleran la crítica o el cuestionamiento.
Dependiendo del país, veremos que hay hegemonías conservadoras y otras no tanto. Hay una disputa de extremos: una derecha muy conservadora, desconfiada de cualquier avance social, versus un discurso progresista con ánimo puritano, impermeable a las críticas; ambos discursos son dogmáticos. Eso hace que algunos entornos sean irrespirables.
Hay una disputa de extremos: una derecha muy conservadora (...) versus un discurso progresista con ánimo puritano".
En Delirio americano hay una “receta” del drama latinoamericano. En esa receta hay algo central, que es la oposición entre la producción artística latinoamericana, desafiante y audaz, visionaria y esclarecedora muchas veces, y las clases políticas y gobernantes, que se han especializado en la producción de desastres. Un sarcasmo que nos regala la historia: gran arte y pésima política.
El político ha querido ser artista y fracasó, ese ha sido su error. El artista no tiene límites, tiene total derecho de cuestionar y refundar la realidad; un político no puede hacer eso, debe tener un ancla en la realidad, porque su materia prima es la sociedad, es decir, los ciudadanos.
Todo gobierno debe basarse en la realidad y actuar sobre ella de maneras concretas, tangibles, como, por ejemplo, procurar bienestar o gobernar razonablemente. Debe hacer uso del aprendizaje previo, del ensayo y del error, de conocimientos técnicos, de saber y ser consciente de qué cosas sirven y qué cosas no.
Claro, estas cosas no se le pueden pedir a un político ideologizado o a un líder providencial, que suelen imponer sus visiones sin importarle nada. El ideólogo cree tener una visión perfecta y no se acepta cuestionamiento; en eso hay un parecido con el artista.
Todo gobierno debe basarse en la realidad y actuar sobre ella de maneras concretas, tangibles, como, por ejemplo, procurar bienestar".
Otro tema presente en tu libro es el boom de la novela latinoamericana. Más allá de las cuestiones editoriales y comerciales que rodearon a este fenómeno, creo que ha pasado suficiente tiempo como para tener una mirada desapasionada sobre él. Me da la impresión de que el boom marca el tránsito de la novela latinoamericana hacia los códigos de la gran literatura occidental.
Hubo dos elementos fortuitos en esa generación. Primero, la coincidencia de la Revolución Cubana. Ten en cuenta que, por primera vez, América Latina está en la primera plana de todos los diarios del mundo, entonces hay un enorme interés por la región. Esto es comparable a lo que ocurre con Ucrania, que, a raíz de la guerra, llamó la atención del mundo.
En el caso de América Latina, vimos un paso de la política a la cultura porque Castro fue muy hábil y, como buen arielista latinoamericano, se dedicó a promover las artes, para oponerse a la “vacuidad” yanqui.
Parte del discurso de Castro tenía que ver con difundir la idea de que aquí se estaba haciendo gran literatura y, por un tiempo, puso de su lado a muchos escritores e intelectuales, y algunos miembros del boom no fueron la excepción. Eso ayudó a que los narradores que estaban haciendo grandísimas novelas en ese momento y apoyaban a Cuba llamaran, también, la atención.
Más allá de eso, lo que hace esta generación es muy interesante desde el punto de vista literario porque recuperan una tradición latinoamericanista, que surge a inicios del siglo XX, y pone en la mesa el interés por lo latinoamericano, desde el paisaje hasta la política y los problemas sociales del continente.
La carencia de esa tradición inicial era, sobre todo, técnica y artística, lo que impidió su universalización, algo que los del boom sí van a lograr al asimilar las lecciones de la novela europea y norteamericana.
Las artes plásticas, por ejemplo, fueron pioneras en relación con ese deseo de universalización; la poesía también, con Darío y Vallejo a la cabeza. La novela tardó un poco más en encontrar las técnicas y estructuras que le permitieran contar ese mundo de realidades conflictivas que era América Latina, con un apetito que trascendiera los límites locales.
Es verdad que antes del boom ya había un germen, es decir, un Borges, un Onetti, un Asturias, un Carpentier, pero el logro del boom fue, en tamaño, un asunto mucho mayor. Asturias y Carpentier, por ejemplo, se vinculan a la vanguardia por su conocimiento del surrealismo, a través del cual llegan al mundo de los mitos y las leyendas, que se refleja en parte de su obra. El boom se sitúa más en lo contemporáneo.
[La generación del boom] recuperó una tradición latinoamericanista, que surge a inicios del siglo XX".
Hubo un día de 1971 en el que aparece el caso Padilla y, entonces, se rompen los cristales, se rompe la idea de la Cuba castrista como faro intelectual.
Muchos artistas cubanos ya se habían dado cuenta de por dónde iban las cosas. Muy tempranamente, en 1960, Castro censura una película que había hecho el hermano de Cabrera Infante, una película titulada PM, una señal de que la revolución liberadora no era, en el fondo, tan libertaria como parecía o quería parecer.
Cabrera Infante sale de Cuba en 1961 y ese es el año en el que Castro pronuncia ese famoso discurso en la Biblioteca José Martí, en el que dice a los creadores que la Revolución tiene el derecho a defenderse. Era una amenaza evidente contra cualquier disidencia.
En Cuba se sabía, pero la importancia que le dio Castro a los creadores como voceros de su revolución hizo que muchos matizaran esa amenaza, entre ellos Heberto Padilla, que se creyó un poco inmune a esa advertencia. Sin embargo, llegado el momento, fue encarcelado junto con su esposa y sometido a juicio y, luego, a una confesión humillante y atroz.
Esto termina por ponerle fin al espejismo; los creadores, que le habían perdonado ya varias a Castro, esta vez no se guardaron nada. Le habían perdonado el encarcelamiento de los homosexuales de la llamada “generación del puente”, la celebración de la invasión de Checoslovaquia, pero esto no pasó. Padilla tocó una fibra muy sensible entre escritores e intelectuales, porque era uno de ellos.
Reinaldo Arenas fue a su modo otro chivo expiatorio.
Pues sí. Él fue testigo del evento de Padilla, y también pagó lo suyo.
El boom sería, también, otro momento importante en la historia de la identidad latinoamericana porque Vargas Llosa ha explicado que él aprendió a ser latinoamericano en Europa, que es el escenario de la escritura del boom. Lo que no me queda claro todavía es el hecho de que, por ejemplo, Fuentes dijera que ellos formaban parte de una generación sin padres. Sin embargo, pese a las diferencias de estilo, con la llamada novela regional latinoamericana, sus autores pensaban ya la literatura como una manera de intervenir en los debates sociales.
Lo primero es reconocer que el boom plantea una gran ruptura. Fueron escritores que detestaron toda la literatura que tuvo como protagonista al indígena o al personaje vernáculo y que hacía reivindicaciones nacionalistas o políticas. Recuerdo un poema de Manuel Scorza que decía: “América,/ aquí te dejo./ Me voy a las batallas./ Luchar es más hermoso que cantar.”, y esa filosofía es la que detestaban los miembros del boom.
García Márquez decía que el compromiso político de un escritor es escribir bien, no utilizar la literatura para buscar justicia o exaltar a cierto tipo de personajes. Era poner el arte por encima de cualquier pelea, y creo que eso explicaba que se consideraran una generación sin padres. Por supuesto, temáticamente los vínculos siguen ahí, pero artísticamente hablando, sí que están solos en ese momento.
*Esta entrevista se realizó antes del fallecimiento del Nobel peruano Mario Vargas Llosa.