Piedad Bonnett: “Vallejo fue definitivo para mí”

La destacada poeta y narradora colombiana Piedad Bonnett, autora de "Lo que no tiene nombre", un desgarrador relato sobre el suicidio de un hijo, nos habla de su “romance” con la poesía peruana y de sus quehaceres como lectora y creadora. Esta entrevista es un adelanto de la nueva entrega de "Animales Literarios", la serie de conversaciones del periodista Alonso Rabí.

OBRA. Piedad Bonnett es autora de “Lo que no tiene nombre”, “Los habitados” y “Qué hacer con estos pedazos”, entre otras novelas, poemarios y obras de teatro.

OBRA. Piedad Bonnett es autora de “Lo que no tiene nombre”, “Los habitados” y “Qué hacer con estos pedazos”, entre otras novelas, poemarios y obras de teatro.

Foto: Penguin Random House

A mediados de la década del 90 me encontraba en la redacción de revistas de El Comercio cuando llegó a mi escritorio un sobre cerrado conteniendo algo que indudablemente era un libro. Sin más, rasgué de cuajo la parte superior del sobre y al fin se reveló su contenido: El guardián del hielo, antología de José Watanabe hecha por Piedad Bonnett, de quien en ese entonces lo ignoraba todo. 

Un primer encuentro en Lima, en el 2019, develó algunos misterios. La escritora había sido invitada a dictar un curso en la Maestría de Escritura Creativa de la Pontificia Universidad Católica y surgió la posibilidad de conversar unos minutos para Presencia Cultural, programa que por entonces conducía en TV Perú.

No era fácil hablar del suicidio de un hijo, a quien dedicó Lo que no tiene nombre, un doloroso y bello relato, y los poemas de Los habitados, donde volvía a explorar ese hecho terrible, pero desde la perspectiva del lenguaje poético. El momento fue sorteado sin asperezas y Piedad Bonnett tuvo la entereza de responder, algo que no me canso de agradecer. Aquí un poema que alude a esa ausencia terrible:

Pido al dolor que persevere

Pido al dolor que persevere.
Que no se rinda al tiempo, que se incruste
como una larva eterna en mi costado

para que de su mano cada día
con tus ojos intactos resucites,
con tu luz y tu pena resucites
dentro de mí.

Para que no te mueras doblemente
pido al dolor que sea mi alimento,
el aire de mi llama, de la lumbre

donde vengas a diario a consolarte
de los fríos paisajes de la muerte.

Recordé también un pasaje de Lo que no tiene nombre, que es pertinente traer a colación aquí, me disculpan la extensión de la cita: “La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o un pecado. Un pariente me llama para decirme que siente mucho lo del accidente. Yo, un tanto envalentonada por el dolor, no paso por alto el término que soslaya la verdad: no fue un accidente, digo. Entonces la voz al otro lado reacciona, y pregunta si acaso no lo atropelló un carro. Ahora comprendo con exactitud de qué se trata. No, no lo atropelló un carro. Daniel se suicidó, digo. Un silencio. Alguien, evidentemente, ha mentido a mi pariente, un hombre mayor, religioso, intolerante. Qué cosa más rara, dice con torpeza. Da unas condolencias confusas, cuelga”.

Tres años después, quiso el destino que nos encontráramos nuevamente en Arequipa, durante el Hay Festival 2022, esta vez para el podcast Cinema de los Sentidos, creado en conjunto con mi amigo Alberto Ríos Pérez. A fin de distinguir las entrevistas, las he numerado.

 

I

[Una noche de mediados de 2019. 

Estudios de IRTP, TV Perú. 

Entrevista para Presencia Cultural].

La primera vez que oí de ti fue por una antología de José Watanabe que habías hecho para editorial Norma. En general, pareces tener una buena relación con la poesía peruana, ¿verdad?

Sí, muy buena. Y con algunos poetas también. Yo fui profesora de poesía latinoamericana durante 30 años, de modo que tenía que pasar de todas maneras por la tradición poética peruana porque, además, la poesía peruana me sigue pareciendo la más poderosa de América Latina toda.

A mí me ha encantado siempre la poesía peruana. Y puedo decir que tengo grandes amores en la poesía peruana, comenzando con Vallejo, por supuesto. Y sigo con José Watanabe y Blanca Varela, sí, Blanca Varela, de quien puedo decir, además, que está entre los cuatro o cinco autores más entrañables para mí. De ella aprendí mucho y claro, la enseñé mucho en la universidad, en Colombia. Y siempre trataba de que mis estudiantes amaran su poesía.

Como ves, tengo un afecto muy grande por la poesía que se hace en el Perú. El otro caso es Vallejo, que me cambió por completo la concepción que yo tenía de la poesía. Eso fue cuando yo tenía 18 años y lo abordé por primera vez. Primero fue Trilce, que fue como un desconcierto total, y luego los Poemas humanos. Me enamoré de Vallejo. Mi propia poesía dio un giro a partir de ese encuentro. Mi primer libro, de hecho, está bastante influido por Vallejo. 

La poesía peruana me sigue pareciendo la más poderosa de América Latina".

Quizá la mayor enseñanza de Vallejo sea el riesgo, ¿no?    

La desarticulación de la lengua. Esa capacidad asociativa que, si no está en manos de una persona genial, no funciona. Enseña, también, cómo dejar atrás las ataduras de la razón, y eso no es poco.

Tu visita a Lima obedece a una invitación de la Pontificia Universidad Católica para hacer un taller o dictar un curso en la maestría de Escritura Creativa. Dos preguntas en una: ¿Se puede enseñar a escribir realmente? ¿Hay algo que podamos llamar el “método Bonnett” para esto?

Yo mantuve un taller de escritura creativa por más de 20 años. Uno era de poesía y el otro de narrativa. En algún momento de mi vida fui muy escéptica sobre los talleres y, cuando la universidad me pidió que hiciera uno, empecé a aprender qué era un taller. Me llevó tiempo llegar a la concepción de lo que es un taller.

No creo que se pueda enseñar a escribir en esos términos tan explícitos, pero un taller de escritura sirve para muchas cosas: para desarrollar habilidades, para enseñar estrategias, para ser mejores lectores y, sobre todo, para reflexionar sobre el hecho literario mismo. Y hay otra cosa importante en un taller: hay quien te lea y te critique, porque el escritor es siempre alguien muy solo y, cuando tú tienes 18, 20 o 28 años y estás incursionando y tienes miedo y tienes inseguridades, es bueno que otros te miren.

Es exhibirse, de alguna manera.

Sí, es exhibirse. Y eso hace que el taller tenga que estar en manos de una persona delicada, que no te hiera, y que no te castre. Ahora, el taller tiene siempre el peligro de un maestro avasallante, que imponga una manera de hacer las cosas.

En ese sentido, no hay un método Bonnett. A mí lo que me interesa es incomodar, estimular, incitar y, cuando se trata de un taller de largo aliento, pues me gusta conocer los intereses de cada participante. Yo creo que un taller es algo personalizado, hay que conocer el proyecto y los intereses de cada miembro del taller, preguntar a cada uno qué le gusta, si el barroco o lo coloquial, si prefiere el cuento o la poesía. La finalidad del taller es ayudar a que el escritor agilice un proceso.

Para mí, la literatura siempre fue salvadora".

Uno de tus libros más comentados tiene que ver con una circunstancia personal muy dolorosa, muy desafortunada y triste, la pérdida de un hijo. ¿Qué es la escritura en relación con ese hecho? ¿Alivia algo, ayuda a comprender mejor los hechos, qué significa escribir sobre eso que es tan difícil de nombrar?

Mira, la literatura fue siempre, para mí, salvadora. Eso ocurre desde que tenía 14 años, cuando yo era una niña frágil, una niña ansiosa, y la escritura era como mi ancla, mi manera de soportar el mundo.

Luego, la literatura se fue convirtiendo en otra cosa, en un oficio con todas sus minucias. Después, cuando mi hijo Daniel murió, yo no escribí para salvarme, ni escribí porque estuviera en un estado de confusión o desesperación en lo absoluto. Yo acepté muy rápidamente la muerte de mi hijo porque fue un alivio para él. Y porque fue una elección que él había hecho y yo tenía que respetar esa elección. Yo escribí para entender y escribí para recuperar, eso en un primer momento.

Más adelante, esa escritura me sirvió para denunciar la profunda incomprensión que existe en la sociedad en relación con el suicidio y la enfermedad mental, sobre el éxito como un factor de presión, en fin, se me fueron presentando varios aspectos del problema, siendo un libro tan breve y conciso como Lo que no tiene nombre. Lo escribí para decirle adiós a mi hijo, por eso fue duro cuando lo terminé. Tuve tres duelos: el duelo de la enfermedad, el duelo de la muerte, y el duelo de la escritura, que significaba una despedida. 

En tus poemas apareció el tema también.

Sí. Publiqué un libro, Los habitados, en 2017, donde volví sobre los mismos temas del testimonio y la idea era la misma: procesar en el lenguaje de la poesía la enfermedad, el suicidio y la despedida. Sentía que me faltaba una manera de decir todo esto. Y sí, los dos libros me ayudaron.

Escribí ['Lo que no tiene nombre'] para decirle adiós a mi hijo”.

Se necesitaba, acaso, un registro más íntimo.

A lo mejor sí. Insisto en que esto me ayudó, a pesar del revolcón que significó para mí cómo la gente recibió el libro. Porque fue recibido con gratitud, por un lado. Y, por otro, fue una oportunidad para que muchos lectores volcaran sus propios dolores. Me abrumaron con sus historias, con sus cartas. Y siempre digo que eso me recordó que la literatura tiene también esa función catártica, de comunicación con el otro.

A veces, los escritores olvidamos eso, que nos estamos dirigiendo a una parte de las entrañas del lector, y no a nosotros mismos. Pero, en los últimos tiempos, la literatura se ha convertido en algo muy intelectual, ¿no? 

Hay quienes hacen literatura de ese modo, en efecto.

Mi libro lo leían en las oficinas. Me contaron que, a veces, una persona lo compraba y, al terminar de leerlo, lo iba prestando a los demás. Supe que lo leyeron en colegios. Son gestos que yo agradezco mucho en un país muy conservador.

Haber llegado a un público que no lee nada o que, en general, no lee ha sido muy gratificante para mí. Lo sentí como una recompensa, aunque para una mamá ese dolor va a estar siempre ahí. Diría que la escritura ha curado en mí la herida abierta. Ahora, lo que hay es una cicatriz, que a veces duele.

 

II

[Una mañana de noviembre de 2022. 

Patio del Hotel Casa Andina, Arequipa. 

Entrevista para Cinema de los sentidos].

Hace un momento, antes de encender la cámara, me comentabas que tenías planes de escribir una autobiografía. Pensaba que era momento propicio para resolver este ejercicio de memoria: ¿Recuerdas algún hecho de tu infancia que ayude a explicar tu vocación por la literatura?

En mi infancia podría encontrar un momento en el que yo me veo atravesando la plaza de mi pueblo, de la mano de mi mamá. Íbamos por un libro, por un libro alquilado. Una señora muy humilde tenía un puesto con muchas novelas y con muchos libros infantiles que alquilaba por unos centavos. Mi mamá me enseñó a leer a los cuatro años y, cada vez que visitábamos ese puesto, pues, me llenaba de emoción, de felicidad.

Sin embargo, tengo un momento más vivido o más significativo, cuando tenía 15 años, más o menos. Estaba en la pequeña biblioteca de mi casa, en Bogotá. Estaba leyendo Crimen y castigo y había caído una de esas lluvias bogotanas que dejan luego la atmósfera con un color como plateado, que se refleja en el piso. Luego de estar leyendo largo rato, embebida en el mundo de Dostoievski, levanté la cabeza y miré por la ventana, y allí estaba esa luminosidad intensa, y la verdad es que sentí como una revelación. Ahí fue cuando me dije: “Esto es lo que yo quiero ser, quiero ser escritora”.  

Una epifanía.

Exactamente, una epifanía absoluta. Porque yo estaba en duda entre las artes plásticas, porque siempre me había gustado dibujar, y la literatura. Pero allí se resolvió el problema.

Desde que empecé a escribir me interesó mucho el mundo de lo familiar". 

Y ahora estamos ya no en tu infancia sino en el Perú, en el año en que Trilce de Vallejo cumple 100 años. ¿Qué te dice Vallejo a ti?

Todo. Me lo dice todo. Vallejo fue definitivo para mí. Para mi poesía fueron definitivos cuatro escritores: Antonio Machado, por su transparencia; Baudelaire, porque leyendo Las flores del mal aprendí que lo feo puede ser bello, a mí, que venía de Bécquer, con su ritmo y su exaltación amorosa; Pablo Neruda, que es un poeta que todos los de mi generación leímos, especialmente Residencia en la tierra; y César Vallejo en Poemas humanos, que es el libro que descubrí primero, y Trilce, después. Vallejo fue un poeta que enseñé mucho tiempo en la universidad. Mi lenguaje se contagió de Vallejo.

En tu narrativa encuentro una mezcla de varios elementos. Los afectos, los vínculos, que pueden ser bien familiares o bien de otra naturaleza. Al mismo tiempo, encuentro un marco social, y en él hay dolores y conflictos muy pronunciados. ¿Estás de acuerdo con esta descripción?

Sí, por supuesto. Desde que empecé a escribir me interesó mucho el mundo de lo familiar, y lo que le debemos a ese mundo de dolores, de revelaciones y problemas. Yo fui una niña muy rebelde también. De modo que los problemas con mis padres aparecieron muy rápido y yo terminé en un internado, en fin. Ellos no querían que yo estudiara Literatura.

Por otro lado, me interesa mucho explorar el ámbito de la clase media y la clase media alta en Colombia. Yo soy de un pueblo, y en él yo formé parte de una élite e hice el camino de ascenso de mis padres y, así, conocí ese mundo de las clases medias y altas, en especial el de la clase media ilustrada, que la novela colombiana no toca casi nunca. Tenemos a José Asunción Silva, miembro de una élite, igual que Antonio Caballero y, ahora, a mí me interesa ese universo.

La novela colombiana se ha enfocado mucho en el sicariato, el narco, el mundo rural, diversas facetas del mundo popular, pero ha dejado este tema porque se piensa que allí no pasa nada, y sí pasan muchas cosas.

Me interesa mucho explorar el ámbito de la clase media y la clase media alta en Colombia".

Me parece interesante también la estrategia irónica que hay detrás de esos relatos. Por ejemplo, desmitificar la familia como espacio feliz, cuando lo normal es que esté lleno de conflictos y oscuridades. Eso va de la mano con un cierto ánimo de exorcizar cosas del pasado. En tu reciente novela, Qué hacer con estos pedazos, está Emilia, una mujer que se emancipa y logra superar barreras…

Y eso que, normalmente, me decían que Emilia era una mujer subyugada. Me alegra que la veas así. Ahora, Emilia es una mujer atrapada, y ella se construye una suerte de burbuja que le permite eludir su situación. Eso es comprensible porque le parece difícil abrirse un mundo aparte a la edad que tiene, por eso le puse esa edad.

Las mujeres, después de los 60, comenzamos a considerar si la libertad vale la pena. En sociedades machistas como las nuestras, donde no hay segundas oportunidades para las mujeres viejas, hay doble prejuicio: el masculino y el femenino.

La condición de cautiva es doble.

Quise hablar de eso y del propio envejecimiento, reconocer el declive, la renuncia, el desgaste. Por eso, el título de la novela, ¿verdad? 

¿En el mundo real de Piedad Bonnett, la escritura sirve también para liberarse de esas ataduras?

Absolutamente, sí. Para mí, escribir es un ejercicio de introspección, sobre todo, cuando escribo poesía, algo que me impulsa a exteriorizar un mundo muy íntimo y autobiográfico, y eso me lleva a una exposición que requiere cierta valentía.

En las novelas, trabajo también con elementos autobiográficos, pero añado elementos que provienen de otros lugares. La novela, de pronto, permite ampliar el mundo de uno mismo y plantear las ambigüedades del mundo, que las cosas no son en blanco y negro, como muchos creen. Me gusta mostrar ese conflicto.

Ahora, que voy a volver a lo autobiográfico, debo decir que no me interesa tanto lo confesional en sí mismo. Me interesa, en todo caso, que a partir de unas confesiones quiero explorar los mundos aledaños que hicieron que yo fuera la persona que fui.

Para mí, escribir es un ejercicio de introspección, sobre todo, cuando escribo poesía".

¿Has pensado ya en el título de esta autobiografía o prefieres mantenerlo en secreto?

Es que no lo encuentro aún. Todos los días lo pienso, y no llego a ninguna parte. 

¿Sobre García Márquez: no deja de asombrar que se haya convertido en un clásico en cuestión de décadas, verdad?

Y es un súper clásico. García Márquez eligió el tono y el color de su escritura, que no se limita al realismo mágico, porque tiene también otras facetas. Nos dio grandes lecciones de escritura en el momento preciso, porque ese tono y ese estilo venían de antes, con Carpentier o Asturias.

Pero García Márquez hizo la elección perfecta para poder mostrar el mundo Caribe. Descubrió que podía escribir desde el mito, como efectivamente ocurre en Cien años de soledad. Es el escritor que tiene la intuición del lenguaje que debe usar en su tiempo, para una realidad específica. Por otro lado, sabía renovarse. Y él era un poeta, aunque al final se repite un poco. Pero El otoño del patriarca es un texto impresionante.

Ahora, él perteneció a un mundo machista y encierra una visión machista del mundo. Pero yo no voy a sacar de contexto esto ni cambiarle los finales para generar más prejuicios. Finalmente, esos textos sirven para analizar y entender la mentalidad masculina, ¿no? Por ejemplo, en Crónica de una muerte anunciada, cuando Bayardo San Román devuelve a Ángela Vicario porque no es virgen. Eso, prejuicios aparte, ilumina el modo de pensar de una época.

En modo hipotético: ¿crees que García Márquez habría apoyado a Petro?

No creo. García Márquez se fue derechizando. Cuando yo me lo encontré en México, él ya mostraba su apoyo a Uribe. Parece inconcebible lo que digo, pero así fue. Pienso que él era un extraviado político. Y para él eran importantes los afectos, y eso explica que nunca tomara distancia con Castro, porque su amistad con él era más fuerte que el ánimo de criticar su régimen.

Yo puedo comprender eso, pero que le haya gustado Uribe en cierto momento… Mi convicción es que García Márquez tenía un deslumbramiento por el poder. 

Cenaba con Clinton, por ejemplo.

Y el día anterior a mi visita a su casa en México había estado comiendo con Henry Kissinger. Y se jactaba de eso. Pero eso era, para mí, una ingenuidad de su parte. 

¿Defiendes alguna causa?

Pocas. Una de ellas es la causa de Palestina, cuyo padecimiento me indigna profundamente desde que estaba en la universidad. No tengo nada contra los judíos, mi yerno es judío, pero nunca aceptaría una invitación a Israel. Es para mí una cuestión de principios.

 

 

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