El general José Atilio Benítez Parada acomodó su metro ochenta enfundado en un traje impecable, tomó firmemente por los lados el podio de madera detrás del cual se erguía y clavó sus ojos pardos al frente, en los diputados de la Asamblea Legislativa salvadoreña. Muy seguro, dijo que sólo buscaba agradecerle “a los señores” todo el tiempo que habían dedicado a su caso. La jornada pintaba a su favor: una comisión especial había determinado que no existían razones para levantarle el fuero diplomático —el general Benítez era embajador en Alemania— para que la justicia lo procesara por presunto tráfico de armas. El debate duró cinco horas. Al fondo del salón estaban sentados todos los representantes del Estado Mayor brindando su apoyo al general Benítez. Pero su confianza se esfumó con una sorpresa: al término de las discusiones salieron 43 votos —el mínimo necesario— para acabar con sus fueros. Ninguno provino de los diputados de la izquierda, quienes lo defendieron de una acusación que juzgaban “infundada” y “sin indicios”.
Era agosto de 2019 y el general Benítez llegaba al final de un camino que comenzó a recorrer cinco años antes e implicó un trasiego jurídico por los tres órganos del Estado. Benítez no era un general común. En los últimos diez años había sido viceministro de la Defensa Nacional (2009-2011), ministro de la Defensa (2011-2013), embajador en España (2014-2015) y, finalmente, embajador en Alemania (2015-2016).
Ahora, una cámara penal de San Salvador había resuelto que enfrentase un juicio por dedicarse a vender armas de manera ilegal entre 2009 y 2012. Valiéndose de sus privilegios militares, el general Benítez trapichó unas 30 armas bajo su propio nombre u obligando a algunos subordinados a registrarlas de forma fraudulenta bajo los suyos. La acusación incluye 15 cargos por comercio ilegal y depósito de armas, actos arbitrarios, estafa y peculado. Benítez es el primer militar de alto rango que en los últimos quince años enfrenta un juicio por delitos comunes en El Salvador. O, al menos, lo hará cuando la pandemia por la Covid-19 permita reanudar las diligencias judiciales suspendidas.
Nada fue fácil. Para que el general pudiera estar a las puertas de un juicio, la fiscalía salvadoreña debió sortear la escasa colaboración del Ministerio de Defensa, la debatida petición de desafuero ante la Asamblea Legislativa y varias apelaciones. Pero si un general poderoso enfrentaba un juicio al final de ese proceso, aquello era señal de que habían sucedido dos cosas. Que los jueces en El Salvador han comenzado a pensar más independientemente y que la sociedad ha podido comprobar, ya no sólo sospechar, que quienes ocupan el poder han abusado de sus funciones como una casta que se creyó impune incluso hasta ahora. El caso del general es un signo evidente de cómo El Salvador —y los países circundantes— son un cenáculo de privilegios para los delitos relacionados a las armas. Aunque la Constitución diga lo contrario, no todos son iguales ante la ley. Y menos aún, si hay militares de por medio.
El general, el coronel y la viuda rica
En 2017, la ONG internacional Oxfam valoró en una publicación que “existe una estrecha relación entre desigualdad socioeconómica y violencia”. América Latina no es, precisamente, la excepción a esa lectura: en la región, están diez de los quince países más desiguales del mundo y ocho de los diez más violentos. Añade Oxfam que, si bien han existido avances en la reducción de la pobreza en naciones como México y Brasil, en el Triángulo Norte de Centroamérica —Guatemala, Honduras y El Salvador— el camino ha sido a la inversa.
En la última década, El Salvador y Honduras se han disputado el primer lugar entre los países donde se asesina más gente en la región. En 2015, El Salvador superó la tasa de cien homicidios por cada cien mil habitantes, más de diez veces la cifra que la ONU califica como “epidemia”. Son 6.656 personas muertas violentamente en un territorio de 19 mil kilómetros cuadrados y poco más de seis millones de habitantes.
¿Cómo logramos matarnos tanto en el Triángulo Norte? Diversos reportes y análisis coinciden en que durante las últimas décadas —y de forma constante— el 80% de las muertes violentas en la región tiene un arma de fuego de por medio. Si bien en El Salvador los datos oficiales sugieren que las pandillas han tenido el monopolio de la violencia homicida en años pasados, la casuística no alcanza para hacerlas responsables de un monopolio armamentístico.
Si hay que buscar quién tiene armas negras, tal vez haya que seguir un viejo dicho gringo: follow the money.
CRIMEN. Diversos análisis indican que el 80% de las muertes violentas en centroamérica fueron causadas por armas de fuego.
Ilustración: Jeremy Kilimajer.
Plata y plomo son complementarios, no excluyentes, y es el axioma que puede extraerse del caso del general Benítez y de otra casuística relacionada al movimiento de armas en El Salvador.
A finales de 2012, la fiscalía salvadoreña acusó al coronel Salvador González Quezada de registrar y vender armas de manera fraudulenta. González confesó y aceptó un acuerdo con el ministerio público para convertirse en testigo contra su jefe, el general Benítez, entonces viceministro de Defensa del gobierno de Mauricio Funes, del izquierdista FMLN. La confesión dice que González Quezada, que comandaba la Dirección de Logística del ministerio, inscribía las armas a su nombre por orden de Benítez.
Las armas cuestionadas habían sido requisadas en procedimientos oficiales y estaban “resguardadas” en bodegas militares junto con otro armamento en custodia. Los fiscales dicen que cuando los soldados debían transportarlas a un nuevo depósito, el general Benítez les ordenaba que guardaran algunas que le gustaban. Aquellas armas que no vendía a personas importantes, acababan en su colección personal. Aunque la fiscalía no ha ahondado en detalles públicamente, sí confirmó que la red comandada por el general Benítez vendió armas incautadas por un valor unitario de hasta diez mil dólares. El precio subía, asumen los fiscales, porque habían sido legalizadas una vez capturadas por las autoridades. Las ganancias de las ventas, dijo González Quezada, iban a manos del general.
La hipótesis de la Fiscalía es que Benítez conformó una red de tráfico valiéndose de su rango y el empleo ilegal de un decreto emitido en 2009 que animaba a las personas a legalizar las armas que poseyeran sin registro. El decreto dejó de tener validez 45 días después de emitido, pero Benítez lo usó dos años más tarde falsificando fechas de actas juradas y falseando registros de propiedad. Según la acusación, el general ordenó que legalizaran —a su nombre o al de González Quezada— unos 20 fusiles de guerra, como varios M-16, Kalashnikov y AR-15, todas armas automáticas.
En 2015, El Salvador superó la tasa de cien homicidios por cada cien mil habitantes, más de diez veces la cifra que la ONU califica como “epidemia”.
¿Cómo conseguía el general Benítez documentar legalmente sus operaciones? En ocasiones utilizaba los servicios de un notario que trabajaba en el Ministerio de la Defensa y efectuaba declaraciones juradas —falsas— sobre la posesión de las armas. Luego, con dichas declaraciones, ordenaba a González Quezada que tramitase la legalización en el Registro de Armas. Para preparar la documentación, Benítez empleaba los servicios del jefe jurídico de la Dirección de Logística que él comandaba.
Cuando salía al “mercado” a colocar las armas de su jefe, el coronel González Quezada podía moverlas usando la pericia y experiencia de un empleado de armerías que conocía y que las “ofrecía” a potenciales clientes. Los investigadores reunieron documentación que prueba que el general Benítez vendió así siete fusiles y carabinas a empresarios del transporte, banqueros, funcionarios públicos y distribuidores de medicamentos. En los registros, Benítez hizo aparecer algunas de las ventas como “donaciones”.
Pero no sólo el general tuvo clientes exclusivos. En el expediente de acusación contra González Quezada, la fiscalía entrevistó —pero no acusó— a algunos clientes del coronel. Uno de ellos, una joven mujer hondureña. Cuando fue citada, la mujer contaría a los fiscales que en 2012 estaba casada con un magnate salvadoreño que, por su avanzada edad y una enfermedad crónica, ya no podía hacerse cargo de su arsenal personal. Así que, dijo, se las donó antes de morir. Fueron 207 armas que la viuda treintañera registró a su nombre después de pegar treinta mil dólares de multa para condonar las matrículas vencidas.
Sin embargo, la mujer no se quedó sólo con esa donación, sino que comenzó a comprar armas ella misma, entre ellas un fusil militar AR-15 automático, un mecanismo de disparo de posesión prohibida para civiles. ¿Su vendedor? González Quezada. Sin embargo, según la acusación, el fusil pertenecería a Benítez, quien se habría quedado con los seis mil dólares de la venta.
Cuando los investigadores quisieron saber sobre ese AR-15, la mujer se contradijo. Primero dijo que no tenía un permiso, pero semanas después presentó una autorización de posesión como persona con “perfil de alto riesgo”, fechado con anterioridad a su declaración inicial de 2012.
Según la legislación salvadoreña, un ciudadano común puede comprar un arma cada dos años, pero también hay una manera legal de registrar más de un arma cada dos años y a nombre propio. Esa opción está permitida a quienes la Policía salvadoreña denomina “perfil de alto riesgo”, personas que aducen motivos reales de amenaza a su seguridad, como funcionarios de primer nivel, jueces, asambleístas o empresarios millonarios. Cuando la policía otorga esa calificación, el individuo puede inscribir cualquier número de armas, y de cualquier tipo.
Entre julio de 2014 y julio de 2019, la policía salvadoreña extendió 556 permisos de alto riesgo a 517 hombres y 39 mujeres. La institución admite, no obstante, que no tiene idea de cuántas armas fueron inscritas bajo tales permisos, ya que el registro no es área de su competencia, sino del Ministerio de la Defensa. La policía otorgó esos permisos a personas que declararon estar bajo riesgo de sufrir un secuestro, vivir con amenazas de la delincuencia común, tener cargos empresariales o ejercer como funcionarios públicos.
El permiso de un perfil de alto riesgo en El Salvador es similar a la figura legal contemplada en la legislación guatemalteca sobre armas, denominada “autorización especial” y que está bajo control exclusivo del Ministerio de la Defensa. La diferencia entre ambos países es que en Guatemala no hay que utilizar a otra institución intermediaria para certificar una virtual amenaza, como sucede con la Policía en El Salvador; sólo justificarla ante el Ministerio. Esa ventanilla única hace más expeditiva allí la aprobación de armas especiales. Desde 2014, el Ministerio de la Defensa guatemalteco autorizó a civiles la posesión de 157 subametralladoras, 29 rifles de asalto y cinco cañones. (Sí, cinco ca-ño-nes en manos de civiles.) En 2018, el vocero de esa cartera excusaba tales decisiones. “Recuerde que algunos son funcionarios”, dijo, “y esos permisos son para su seguridad”.
Los mecanismos legales como las donaciones o las autorizaciones de perfil de alto riesgo son un eslabón lícito pero flojo en el manejo de armas, más a la mano del privilegio que de la letra de la ley. Por eso es usual que, como en el caso de la viuda hondureña, sean objeto de abuso. De hecho, fue invocando tal autorización —el alto riesgo— que el expresidente salvadoreño Mauricio Funes inscribió 92 armas a su nombre pocos días antes de dejar su cargo en junio de 2014. La lista incluía fusiles de asalto FN F2000, Bushmaster ACR y una Heckler & Koch 91, un arma clásica entre francotiradores.
La justicia no creyó ni cree la explicación de Funes de que tenía esas armas por su exposición como líder del país. Sobre el expresidente —prófugo desde 2016 en Nicaragua, a donde se nacionalizó—pesan cuatro acusaciones judiciales por lavado de dinero, cohecho, peculado y evasión de impuestos. En una de las acusaciones, Funes es sospechoso de haber utilizado fondos públicos para comprar las armas y de emplear para sus mandados a personal militar bajo su servicio, entre ellos un mayor, Luis Alfredo Maida Leiva, que integraba el batallón de la guardia presidencial. El procedimiento era simple: el mayor Maida Leiva ponía las armas a su nombre y, como contó al periódico El Faro, luego las donaba al presidente por una cifra simbólica. Así, Funes recibió 80 rifles y pistolas pagando apenas US$ 1.
Maida Leiva, el recadero del presidente, también aparece mencionado en el caso contra el general Benítez, como beneficiario final de un fusil Kalashnikov por el que habría pagado siete mil dólares. La ruta que recorrió el arma fue de Benítez a González Quezada —como “regalo”—, de éste a otro militar y amigo cercano; y de allí a Maida Leiva, que figura como comprador.
Show me the money
Plata y plomo.
Los casos del general Benítez, el expresidente Funes, el coronel González Quezada o la viuda hondureña ubican el tráfico de armas de alto poder en El Salvador fuera de los lugares abrasivos en los cuales la crónica roja suele hallar las muertes: es en los bolsillos de los poderosos donde los fusiles de uso militar encuentran clientela, no entre los criminales pobres de los barrios bajos.
Los casos de plata y plomo son llamativos y significativos pues permiten entender cierta lógica operativa: alguien con dinero ejecuta una maniobra dudosa o ilegal y encuentra un modo de escurrirse con un tecnicismo o poniendo la culpa en alguien más. Y ese alguien más, por lo general, tiene menos poder —o ninguno— que el perpetrador. De hecho, en el caso de los rifles de alto poder, los compradores centroamericanos provienen de las familias más exquisitas. Quienes pagan por las maniobras, en cambio, pueden venir de las familias menos favorecidas.
Un caso: agosto 9, 2012. La fiscalía salvadoreña allanó la vivienda del empresario Noé Armando Medina Morán. Encontraron 80 armas con matrículas vencidas que habían pertenecido a Adolfo Tórrez, empresario de seguridad privada y jefe de campaña del principal partido de derecha de El Salvador, Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Medina Morán alegó que Tórrez tenía deudas con él que pagó con las armas. Lo que no pudo explicar fue qué hacían dos armas de guerra dentro de su propiedad: una subametralladora Uzi y un fusil M-16. El análisis balístico indicó que la Uzi podría haber salido de los almacenes del ejército salvadoreño.
¿Acabó en prisión Medina Morán? No. La fiscalía pidió el sobreseimiento del empresario porque decidió dar por válido el testimonio de un empleado suyo que dijo que las armas de guerra eran suyas. Dependiendo del modelo y modificaciones, una UZI puede valer entre mil y diecisiete mil dólares: el empleado que dijo ser el dueño era el portero de la casa de Medina Morán y tenía sueldo de tal. Dos años después, su abogado solicitó archivar el caso, ya que las 80 escopetas con matrícula vencida solo constituían una falta administrativa.
Funes es sospechoso de haber utilizado fondos públicos para comprar las armas y de emplear para sus mandados a personal militar bajo su servicio
Ese es el desbalance del proceso: en el negocio ilegal de armas de El Salvador —y muy probablemente en otros países de la región—, la distribución de la riqueza y el poder suelen tener correlación directa con el acceso a mayor capacidad de fuego de manera legal o ilegal y, en no pocas ocasiones, con las probabilidades de salir bien librado de las consecuencias de los malos actos. En El Salvador, demasiado a menudo quien tiene dinero puede encontrar alguien que asuma la caída a cambio de algo —un soborno, un aumento de salario, un regalo jugoso, una amenaza directa.
Pero quien no posee esas condiciones, suele pagar con todo el cuerpo, como en este otro caso: 4 de mayo de 2016, la policía encuentra una pistola calibre 9 milímetros con la cacha deteriorada a José Samuel E. H. Además de la pistola, José Samuel, de 21 años y con octavo grado de escolaridad, tenía consigo 50 dosis de marihuana y veinte dólares. El Tribunal Segundo de Sentencia de San Salvador lo condenó a ocho años de cárcel.
Las pandillas y una decisión económica
¿Quiénes enfrentan más riesgo de ser asesinados con un arma de fuego en El Salvador? Las estadísticas de homicidios concluyen —de forma contundente y plausible— que las víctimas atacadas, residen en o se movilizan por zonas populosas de poco poder adquisitivo y donde la gestión territorial hace mucho tiempo dejó de pertenecerle al Estado salvadoreño y quedó en manos de las pandillas.
Año tras año, con pocas variaciones, los mismos municipios salvadoreños reaparecen en la estadística roja por la incidencia de homicidios, desaparecidos o desplazados. La muerte y la violencia tienen puntería para acertarle a los más desprotegidos.
A fuerza de incrementar el número de cadáveres en las calles y el miedo en las psiques, las pandillas han aprendido a adaptarse. Sobrevivieron a dos períodos manoduristas en tres distintas administraciones presidenciales (2003, 2006 y 2015); han negociado treguas y reducción de homicidios con políticos, y han respondido con igual brutalidad cuando grupos policiales y militares realizaban ejecuciones extrajudiciales. Durante la crisis del coronavirus, se convirtieron en inesperados aliados informales del gobierno de Nayib Bukele: dijeron a los vecinos que debían respetar el confinamiento oficial o tendrían que vérselas con ellos.
La creencia en que las pandillas son los criminales por antonomasia de El Salvador post-guerras internas podría llevar a suponer que tienen un rol significativo como movilizadores del mercado ilegal de armas. No es así. Pese a la violencia, el patrimonio armamentístico de las pandillas no es arrasador. Jamás ha estado en la política de las maras montar una ametralladora .50 en un camión y salir a un centro urbano a pavonearse, como hicieron los sicarios del narco en octubre de 2019 en Sinaloa.
Las cifras oficiales de la policía salvadoreña dan cuenta de esto. Entre 2017 y julio de 2019 registraron el decomiso de cerca de 11,800 armas de fuego y municiones. 10.170 de esos registros contienen una descripción del evento de incautación. Apenas 200 se relacionan a términos como “pandillero” o “mara”. Y únicamente 28 de esas armas son categorizadas como largas (fusiles, escopetas o carabinas). Solo siete son armas de guerra: calibres 5.56 y 7.62, del tipo M16 y AK-47 respectivamente.
Algunos análisis, periodísticos y académicos, han definido a las pandillas salvadoreñas como una mafia de pobres. No poseen el capital suficiente para adquirir grandes arsenales. La compra de armas suele ser de supervivencia o para alimentar una expansión geográfica cercana. Su negocio tiene corto alcance: dominan un territorio y permanecen en él. No poseen estructura financiera o militar para el combate de guerra ni para sostener escaladas monumentales a largo plazo. Son pobres matando pobres. O pobres desangrando unos pocos pesos de salarios mínimos de obreros y comerciantes informales a través de la extorsión.
Las armas que se movilizan entre la delincuencia común —pandillas o no— es de muy bajo poder de fuego, como lo demostró una reciente incautación de un arma artesanal en apariencia destinada a un paciente de un hospital con internados por Covid-19 en situación crítica.
LOS MARAS. En un proceso judicial del 2017, un pandillero confesó que un grupo de militares vendió cuatro ametrallados a los maras salvatruchas. Tras años antes, el Ministerio de Defensa de El Salvador las declaró como hurtadas.
Ilustraciones: Jeremy Kilimajer.
La ley del mercado es simple: quien tiene dinero, tiene más. Y para acceder a las mejores armas se necesita bastante plata. Entre 2014 y 2019, según información de la base de datos de comercio de Naciones Unidas (UN COMTRADE), El Salvador importó el equivalente a US$ 26 millones en armas, municiones y accesorios. Guatemala importó más de US$ 74 millones y Honduras US$ 39 millones. Cuando algunas de esas armas fueron a parar al mercado negro, la captación de la mara ha sido relativa.
El poder de fuego de las pandillas, como lo demuestran algunas investigaciones policiales, ha sido estratégico —y feroz cuando han contado con aliados con privilegios, como cuando detonaron una granada en una clínica pediátrica y asesinaron a dos niños—, pero jamás el de un ejército como los organizados por el narco mexicano o, en su momento, la N’drangheta calabresa.
A inicios de 2019, la policía salvadoreña se colgó a sí misma una medallita: a través de análisis balísticos, logró determinar que una sola pistola —una Taurus 9x19 milímetros de fabricación brasileña— mató a 24 personas. Todos los crímenes fueron cometidos en un período de tres años en municipios y departamentos colindantes. Todos en barrios relativamente pobres. En ese mismo momento, los investigadores revelaron que otras 876 armas estuvieron relacionadas a más de siete mil homicidios ocurridos entre 2007 e inicios de 2019.
La investigación de la policía probó que, cuando entran al mercado ilegal, las armas participan de un tiovivo criminal. Una vez borrados sus números de serie —si eso sucede— son revendidas en varias ocasiones. En casos como la Taurus de los 24 crímenes, sus compradores son parte del hampa baja, que suele deshacerse de las armas por necesidad económica o práctica. Las armas de las pandillas, por ejemplo, suelen ser colectivas: si una está ya muy quemada por el uso en algún municipio, la mara la traslada a otro para dificultar la investigación policial.
Esa correlación entre oportunidad, espalda financiera y capacidad de fuego no es nueva. Diez años antes, entre 2009 y 2010, cuando el general Benítez era funcionario, pandilleros de la MS-13 efectuaron múltiples ataques contra la población civil usando granadas M-67. Varias de las víctimas atacadas eran renuentes a pagar extorsión, pequeños comerciantes de barrios marginales. Los atentados mataron a siete personas y dejaron más de 100 heridos.
En uno de esos ataques, el artefacto no llegó a detonar porque la víctima lo descubrió a tiempo: estaba amarrado con un alambre al eje del timón de su vehículo y el retintín del metal lo hizo detenerse. De haber cruzado la esquina que todos los días cruzaba al salir de su casa, la espoleta de seguridad hubiera volado.
Esa granada particular tenía una historia. Los números de identificación del explosivo coincidían con los de un lote de granadas que debía haber sido destruido por el Ministerio de la Defensa una vez expirado el tiempo de uso marcado por el fabricante, pero un grupo de militares decidió que aquello que ya no era útil para el Estado podía tener un valor de uso para otros y un valor comercial para ellos. Plomo, plata y oportunidad: empezaron a traficarlas. El negocio, estimó la Fiscalía entonces, podría haber alcanzado las nueve mil granadas. La mara adquirió varias, y por puro costo de oportunidad: estaban a bajo precio. Compraban buen poder de fuego —no siempre accesible para ellos— a un precio pagable.
Los mismos soldados traficantes pronto descubrieron que los arsenales del Ejército tenían más material disponible, así que sumaron a su oferta armas antitanque. Y si sabemos de esos lanzacohetes antitanques hoy es porque, alrededor de 2011, investigadores hondureños allanaron una bodega donde encontraron 14 lanzacohetes Law del Ejército salvadoreño mezclados con otras armas. No eran de un millonario tradicional, pero sí de emprendedores con capacidad de pago: los soldados los habían vendido al Cartel del Milenio, una banda criminal mexicana afincada en Honduras. Plomo, plata y oportunidad.
La oportunidad de servir a la patria
No hay una estimación confiable del volumen monetario del tráfico o la venta ilegal de armas en El Salvador, pero a juzgar por los casos y la cantidad de incautaciones anuales —3.260 según cifras recientes del Gobierno—, el mercado movilizaría varias decenas de miles de dólares anuales. El volumen, escaso comparado con otras naciones, es paradójico: con tan poco gasto en armas, esta es una de las naciones más violentas del mundo. La prueba está en el golpe de las maras que dejó 84 muertos en cinco días en abril último y rompió la calma de la que se jacta con frecuencia el Gobierno de Nayib Bukele. En enero del 2020, de los 120 homicidios ocurridos en el país, 92 ocurrieron por arma de fuego, según datos del Instituto de Medicina Legal. ¿Qué sucedería si el comercio ilegal de fusiles fuera mayor?
En cualquier caso, el punto vertebrador es uno: si hay demanda, la oferta se organiza. Ahora bien, para que esa oferta de poder de fuego sea factible, es preciso tener acceso. Y en el caso de El Salvador, la oferta ilegal de armas ha tenido en demasiadas ocasiones a un militar entre sus protagonistas. O policías. El general Benítez, el coronel González Quezada, los proveedores del Cartel del Milenio. Si poseen la barrera ética algo baja, los militares son los socios indicados: tienen acceso a las armas, conocimiento y hallarán la oportunidad.
Las historias con militares en el centro del tráfico ilegal se reiteran. Durante los años en que las granadas que acabaron en las pandillas empezaron a ser vendidas —2010 y 2011—, otro grupo de oficiales del Ejército empezó a traficar con C-4, un explosivo plástico de uso militar exclusivo. Uno de ellos, el capitán Héctor Martínez Guillén, engañado por agentes encubiertos de la DEA, fue condenado en Estados Unidos por intentar traficar a ese país el armamento de guerra junto con partidas de estupefacientes.
El 20 de junio de 2010, en el populoso y conflictivo municipio de Mejicanos, en los extramuros de San Salvador, las pandillas ejecutaron uno de sus peores ataques contra la población civil. Pandilleros del Barrio 18 incendiaron una buseta del transporte colectivo y 17 personas murieron calcinadas. Los atacantes tirotearon la buseta para impedir que los usuarios bajaran, desesperados por el fuego y el humo asfixiante. Dos de las tres armas usadas en el atentado pertenecían a la policía salvadoreña: una fue robada a un agente, otra la perdió el policía cuando andaba borracho.
En un proceso judicial que se remonta al 2017, y que ha destapado nombres y detalles del tráfico hasta hace poco, un pandillero confesó que un grupo de militares vendió a la MS-13 cuatro ametralladoras M-60. Las armas habían sido declaradas como hurtadas por el Ministerio de la Defensa en 2014 y los pandilleros pagaron supuestamente entre cuatro mil quinientos y seis mil dólares —casi precio de mercado— por cada fierro. El testigo aseguró que la pandilla buscaba armarse para borrar a jueces, fiscales, policías y militares. Las ametralladoras habían sido “extraviadas” de una guarnición militar. El testigo dijo que incluso pagaron honorarios a un militar por entrenamiento.
Plata, plomo —y oportunidad.
El tráfico de armas por parte de militares salvadoreños ya es casi una subcultura del crimen con episodios que se remontan al menos hasta 1976, cuando el propio jefe del Estado Mayor de entonces, el coronel Manuel Rodríguez, intentó traficar diez mil ametralladoras desde Estados Unidos. Rodríguez fue descubierto por inspectores del Tesoro y condenado a 10 años de prisión en New York. O a 1992, cuando el teniente coronel Roberto Leiva Jacobo vendió bombas de 500 libras al cártel de Cali, que quería asesinar a Pablo Escobar, cabeza del cártel de Medellín. Leiva fue exonerado; el juzgado incluso le devolvió los 450 mil dólares que recibió en pago por las bombas, incautados en los procedimientos.
La prueba está en el golpe de las maras que dejó 84 muertos en cinco días en abril último y rompió la calma de la que se jacta con frecuencia el Gobierno de Nayib Bukele.
Finalmente, y sin agotar el inventario, el coronel en retiro Miguel Ángel Pocasangre Escobar —propietario de prósperas armerías y gasolineras en El Salvador— fue condenado en 2018 a diez años de prisión por vender armas de manera ilegal. Pocasangre Escobar —vaya conjunción de apellidos— no fue acusado por tres años, hasta que cambió la administración de la fiscalía. Entre sus clientes había personas procesadas por lavado y narcotráfico; entre los involucrados, otro militar, funcionario del Registro de Armas y excompañero de promoción escolar del fiscal general.
La reiteración de la presencia militar en casos de tráfico de armas es constante en parte debido a que la impunidad ha sido un factor concomitante al negocio: quien sabe que puede comerciar armas negras sin pagar costos, amplía sus redes y sofistica la oferta. Y se cubre las espaldas. La mayoría de los oficiales que traficaban C-4, por ejemplo, fue identificada por investigadores salvadoreños y estadounidenses, pero jamás resultó acusada de cargo alguno, ni en El Salvador ni en Estados Unidos. Lo mismo sucedió con los militares que vendieron los lanzacohetes Law a los narcos mexicanos. Tampoco ningún miembro del Ejército fue acusado por la venta de las M-60 a la mara. En cambio, 373 de 426 pandilleros acusados sí fueron condenados en diciembre de 2019 por homicidio, agrupaciones ilícitas y un delito relacionado a armas.
Cuando se mira la nómina de militares presos por operar con armas negras, el resultado es exiguo. Los únicos que recibieron una condena fueron Pocasangre; el teniente Arístides Figueroa —mano derecha y exabogado del coronel González Quezada en el ministerio—; un policía que intentó vender explosivo plástico y estuvo relacionado con la estructura de Martínez Guillén, el capitán atrapado por la DEA; una subteniente que quiso comerciar con un fusil M-16 y tres militares implicados en el tráfico de granadas. Estos últimos, sólo fueron procesados por intento de hurto y condenados a trabajos de utilidad pública, una actividad que comprende, por ejemplo, barrer calles y construir escuelas.
¿Quién quiere?
Vista la oferta, veamos la demanda.
En 2019, el Ministerio de la Defensa de El Salvador tenía bajo resguardo 2.443 armas largas —escopetas, fusiles, carabinas, entre otras— y 20.074 cortas, como revólveres y pistolas, todas vinculadas a delitos bajo investigación. Más de 95% de ese arsenal, según la Policía, funciona a la perfección.
El número de fierros incautados puede parecer significativo, pero según el mismo Ministerio, entre 2011 y 2015 en El Salvador se registraron 44.000 nuevas armas, largas y cortas. A razón de 24 por día. Una cada hora. Para el quinquenio 2015-2019, hubo alrededor 16.000 matrículas, en su mayoría de ciudadanos regulares. Entre ellas, hay 185 subametralladoras y unos 2.300 fusiles, el volumen suficiente para pertrechar a un batallón militar muy nutrido. (La cifra es significativa, pero siempre hay alguien que puede hacerlo peor: El Salvador no alcanza aún la prosperidad de Guatemala, donde en los últimos nueve años se han vendido un promedio de 74 armas por día a civiles y se podría haber disparado una bala por segundo —sin parar, durante casi una década— usando los 247 millones de municiones importadas al país en ese periodo).
Sin embargo, los detalles más llamativos provienen de las armas destruidas cada año cuando concluyen los procesos judiciales en los que son evidencias. Excluidas las inservibles, constituyen un lote tentador para el mercado negro. Los lanzagranadas Law que acabaron en manos del Cártel del Milenio y las granadas M-67 que usaron los pandilleros, por ejemplo, eran pertrechos inventariados para eliminación.
La mayoría de los oficiales que traficaban C-4, por ejemplo, fue identificada por investigadores salvadoreños y estadounidenses, pero jamás resultó acusada de cargo alguno
Pero hay más: muchas de esas armas exhiben el mundo VIP artillado de El Salvador. En octubre de 2019, por ejemplo, las autoridades destruyeron 988 armas. Entre ellas, había 27 declaradas como propias por la empresa International Control Risk Group —cuyo director es Medina Morán, el empresario exonerado por tenencia ilegal de armas años atrás—; cuatro pertenecían a Rafael Humberto Larios, un exministro de la Defensa de El Salvador; y un tercer grupo más o menos numeroso provenía de empresarios y exfuncionarios que han sido o son donantes del partido conservador ARENA.
El cuarto lote, y el más numeroso, acabó envuelto en la miasma política. Sesenta y seis fierros destruidos a fines de 2109 eran propiedad de —o fueron incautados a— la empresa Centrum, una de las principales importadoras de armas del país y cuyo propietario, Gustavo López Davidson, era entonces presidente de ARENA. La operación acabó en un escándalo legal y político, con órdenes del presidente Bukele en Twitter, denuncias de ataque político, la cancelación del “perfil de alto riesgo” de López Davidson, su renuncia a ARENA para enfrentar la acusación por “hurto de cargamentos” de armas de las fuerzas armadas previa demanda por difamación contra el presidente de El Salvador.
Plata y plomo —y política.
El general en su laberinto
Si uno cree en sus colaboradores, el general Benítez es a man’s man, un tipo muy popular entre otros como él. Mientras era ministro, jamás abandonó su inveterada costumbre de correr a las cinco de la mañana en alguna instalación militar. De eso dan cuenta la figura atlética y el porte rígido que exhibió al entrar a los tribunales. Se fogueó como comandante de batallón en Irak, antes de asumir como funcionario, y es un amante declarado de las armas.
La Fiscalía lo investiga por los abusos de ese amor, que son en realidad un muestrario de los abusos del poder en El Salvador. En el expediente hay información que proviene de testigos, documentos y de las pericias donde personas poderosas quedan expuestas por alguna relación con el general Benítez;. El coronel González Quezada, el principal testigo contra Benítez, declaró en al menos tres casos, por ejemplo, cómo un ministro de Defensa ordenó borrar registros digitales y destruir documentos que relacionaban al expresidente Funes con la adquisición de un arma; cómo ordenó saltarse las leyes para darle una licencia de portación de armas al cuñado de Funes, un ciudadano brasileño; cómo los jefes elegían en los depósitos las armas que querían para sus colecciones privadas y que, según la ley, debían ser destruidas; y cómo convenientemente se ignoraron las irregularidades de un empresario que logró matricular sus armas con visibles alteraciones.
En países con más apego por la administración de justicia, esos indicios hubieran bastado para citar a declarar a todos los mencionados, y en algunos casos para acusarlos, pero la Fiscalía optó por desatenderlos. Ninguna de esas acusaciones ha sido relevante para los investigadores.
Hacia mayo de 2020, el general Benítez aún debía entrar a juicio. Estaba programado para febrero pero, la expansión de la pandemia por Covid-19 pospuso indefinidamente todas las diligencias judiciales. La Cámara que lo procesó decidió sobreseerlo por siete casos —todos los relacionados a González Quezada— porque, según valoraron los magistrados, aunque el coronel aseguró haber recibido órdenes del general, las armas estaban a su nombre.
ALTO RANGO. Entre el 2010 y 2011, un grupo de oficiales del Ejército empezó a traficar con C-4, un explosivo plástico de uso militar. El capitán Héctor Martínez Guillén fue condenado en EE. UU por intentar traficar ilícitamente armas hacia ese país.
Ilustraciones: Jeremy Kilimajer.
En los otros ocho casos remanentes, los fusiles y pistolas sí estaban, o estuvieron, a nombre de Benítez. Aunque la Fiscalía no ha podido rastrear todo el dinero, pudo probar que el general ganó US$ 34.500 en siete ventas directas o en ventas disfrazadas de donaciones. Si se considera que algunas de estas armas procedían de entregas voluntarias o decomisos, el negocio es redondo. Y si aún se piensa que fueron registradas como donaciones y no compraventas, todavía mejor: ni siquiera hay que declarar esos ingresos. En todo caso, por escandaloso que pueda parecer, son maniobras legales.
A Benítez se le cuestiona haber torcido la ley para salirse con la suya manipulando el decreto para legalizar armas fuera de tiempo. Cuando la Fiscalía allanó su casa, sin embargo, encontraron cuatro escrituras de otras tantas ventas de armas y otras diez escrituras de donaciones de pistolas y fusiles. La lista de los compradores —o receptores de donación— sigue la lógica de las ventas ya probadas: empresarios, importadores y militares retirados.
De algún modo, los negocios del general Benítez son el perfecto anverso —o reverso— de los negocios con armas sucias que ocurren en los fondos de la pirámide socioeconómica salvadoreña. En una suerte de Monopoly macabro, las pandillas compran armas con el dinero que obtienen de extorsionar a pequeños comerciantes. Pero los beneficios de esa recaudación son bajos una vez cubiertos los gastos de operación y el sostén de la estructura de miles de miembros. Con lo que quedan pagan las armas que pueden, como la granada que lanzaron en 2010 en un parqueo y que hirió a 25 personas o la que mató al empresario de autobuses que se había negado a pagar la extorsión. Esa operación fue un acto de rentabilidad criminal: según los expedientes judiciales, la granada podría haber costado apenas US$ 25.
Otra vez, plomo y plata van siempre juntos. El que poco tiene, con poco negocia. A quien le sobra dinero, toca la puerta de algún general.