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Estados Unidos: El país donde las armas llevan el apellido del presidente

Estados Unidos: El país donde las armas llevan el apellido del presidente

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Estados Unidos es el país con más enfermos de Covid-19. También es la nación con más armas en manos de civiles. Al inicio de la pandemia, las filas en las puertas de las tiendas de armas eran similares a las que se formaron en otros países para obtener alimentos y provisiones. Hoy menos que nunca, nadie parece dispuesto a dejar de venderlas y usarlas. ¿De dónde viene este amor al gatillo y por qué es tan peligroso que se haya convertido en un rasgo cultural?

7 Junio, 2020

[ Nota bene ]

 

Hace unos años, cuando otra epidemia nos arruinaba la fiesta, el jocoso periódico digital español El Mundo Today publicaba el siguiente texto: “Dos vascos acorralan y destruyen el virus del Ébola con palos y piedras”. Los dos héroes populares detuvieron el tráfico de Bilbao en varias ocasiones persiguiendo como poseídos al virus como si fuera un San Fermín con un cornudo invisible y más letal. Al final, lo acorralaron y le reventaron la proteína reproductiva. Abitzu S. y Borja C iban a ser propuestos para el Nobel, a pesar de las quejas de PETA porque “los seres vivos tienen derechos”. El método no fue inusual, dice EMT: habían perdido la paciencia. “Si pude partirle la cara a mi primo Mikel, cómo no iba a poder con una proteína de mierda”, dijo uno. “Tanto tratamiento experimental y tanta tontería, hostias”.

Fast forward, marzo de 2020. No es el País Vasco, no es el ébola, no hay palos ni piedras y, sobre todo, no es broma: en Estados Unidos, cientos de miles de personas que temen al coronavirus han corrido a las tiendas para comprar armas a manos llenas. Como nunca —y no es exageración. En varios estados, los gun shops pudieron abrir durante el desplome económico porque fueron considerados “negocios esenciales”.

En sólo el mes de marzo, el FBI registró más de 3,7 millones de verificaciones de antecedentes, la cifra más elevada de los últimos veinte años. Al final, según los cálculos más conservadores, los estadounidenses compraron dos millones de armas en un solo mes. Sólo 1,2 millón de verificaciones se hicieron en una sola semana, inmediatamente después de que la Casa Blanca introdujera sus primeras medidas de confinamiento. La última vez que algo similar sucedió fue la semana posterior a la masacre de Sandy Hook, en 2012, cuando veinte niños fueron asesinados en Connecticut por un estudiante y los amantes de rifles, revólveres y pistolas creyeron que se avecinaba el fin del mundo —que no es un virus, sino que no les dejen comprar sus preciadas armas.

 

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Esta vez, el temor fue el coronavirus. Los especialistas señalan un par de razones detrás de las compras: que la sociedad sucumba al pánico y la anarquía y las fuerzas de seguridad no sean capaces de mantener el orden, y que la limitación de libertades individuales —prohibición de reuniones masivas, quedarse en casa, suspensión de actividades públicas— acabe en un avance colectivista que permita al Estado federal crear una tiranía.

De manera que unos días después del rush de compras comenzaron a crecer las manifestaciones de seguidores de Donald Trump que reclamaban a los gobiernos estatales el fin de sus breves confinamientos y la apertura de los negocios a pesar de los reclamos de prudencia

Era gente muy enojada. Hasta hubo grupos armados con rifles semiautomáticos exigiendo su libertad de hacer lo que quieran ante medidas draconianas —“This is America! Civil Rights are essencial!”en actos frente a los edificios de gobierno de Pennsylvania, New Hampshire, Maryland, Illinois,California. A inicios de mayo, un grupo de milicianos invadió la sede del parlamento estatal de Michigan y aterrorizó a sus legisladores. Días después, grupos de sujetos armados con fusiles AR-15, chalecos de camuflaje y walkie-talkies empezaron a dar protección a pequeños negocios que optaron por abrir a pesar de la prohibición de las autoridades.

¿Coronavirus? Son machos: van todos juntos, pegados y sin máscaras. ¿O para qué están los fusiles?

Y hasta aquí llegamos. La ansiedad ha sido democrática —como su hermana mayor, la angustia— en los encierros obligatorios en la mayor parte del mundo, pero sólo en Estados Unidos los émulos civiles de los GI Joe y Rambo son capaces de armarse ante el que, creen, puede ser otro aviso del fin del mundo, un mundo corto donde la única virtud es su egoísmo.  

Y ese es parte del problema: los amantes de las armas en Estados Unidos viven siempre espoleados por la idea de que algo malo sucederá y sólo ellos serán capaces de defender a sus familias, estilos de vida, propiedades y negocios a pesar —e incluso abiertamente en contra— de lo que digan sus autoridades. Que no deben esperar que nadie resuelva sus existencias. No hay Estado bueno para un cowboy.

En la tierra de los libres las armas hablan y votan y, supongo, se parecen mucho a seres humanos.

 

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¿Qué otras ideas estúpidas tienes? 


Prescott es una ciudad rodeada de montañas en el centro de Arizona, propietaria de un clima benévolo en un estado afincado en el infierno admirable del desierto de Sonora. El paisaje que la separa de Phoenix, ciento sesenta kilómetros al sur por la carretera 17, abunda en saguaros gordos y matas verdes prohijados por la humedad retenida en las sierras. En los bordes de una reserva forestal repleta de enebros, pinos y robles, las casas victorianas de madera y ladrillo de Prescott dan abrigo a unas cuarenta mil personas, la inmensa mayoría blancos, una buena proporción jubilados. Más de cien años atrás Prescott fue la capital del territorio de Arizona, desde donde la caballería coordinaba la avanzada sobre la tribu Yavapai, más al sur. El Whipple Fort, hoy un museo en el norte de la ciudad y antes el punto de control al territorio de la tribu, conserva el aire de aquellos años: un pueblo de frontera donde el cowboy vivía bajo la ley del revólver.

En parte por eso estoy aquí. En la entrada sur de la ciudad, está el Findlay Toyota Center, un estadio para cinco mil espectadores donde juegan los Northern Arizona Suns, los NAS, la filial de los Suns en la liga de desarrollo de la NBA. Pero hoy no hay básquetbol ni toca Willie Nelson y faltan varios meses para que el Cirque du Soleil llegue con “Axel”, su espectáculo de patinaje sobre hielo. Este fin de semana de otoño en el Findlay toca el gun show de Crossroads of the West, una empresa familiar que se ha convertido en el principal operador de festivales de armas de California, Arizona, Nevada y Utah. 

El estacionamiento del Findlay está a medio llenar con unas trescientas camionetas y jeeps. Hoy no es el mejor momento para un gun show en Prescott pues la ciudad parece saturada de actividades. Está el Corvteette Car Show en el centro y a la vera de la carretera 17 hay un farmers market que ha atraído a un par de miles de padres con sus hijos para que recojan bayas en una granja. En el Findlay alguien me dirá luego que todo eso es un problema porque el gun show también es un evento familiar que reúne a papás, mamás y niños.

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DEMANDA. A pesar de la pandemia, los 'gun shows' en EE. UU. continuaron sus ventas por ser considerados “negocios esenciales”. Solo en marzo del 2020, se compraron 2 millones de armas en el país.
Ilustraciones: Jeremy Kilimajer. 

Al principio cuesta creerlo. En el campo de juego de los NAS hay un volumen de paseantes destacable, la mayoría hombres blancos por encima de los cincuenta años en jeans y camisetas o cammo. Hay veteranos de Vietnam en sillas de ruedas y otros que apenas pueden caminar. Tres tipos con barbas de ZZ Top dejaron sus imposiblemente vintage Harley Davidson junto a mi Ford blanco de administrador de hospital. Hay algunos chicos de universidad —casi todos blancos—, unos cuantos latinos, hombres en la medianía de la vida, pocas mujeres solas. Recién pasada la tarde empezarán a llegar las familias con los niños, los recién nacidos en sus carriolas con sus papás jóvenes y los matrimonios de jubilados caminando lento en bermudas y Skechers.   

He vivido doce años en Estados Unidos, cinco de ellos en Arizona, pero este es mi primer gun show. Iré a un segundo unos días después —más brutal: tres o cuatro mil personas en el Mesa Convention Center, a veinte minutos del aeropuerto de Phoenix—, pero el del Findlay ya atrapó mi interés apenas bajo las escaleras al hall. Hay tres stands en el pasillo cubierto que rodea el court de los NAS: una venta privada, una tienda de camisetas y una mesa de saldos militares. A la izquierda, el coleccionista ofrece rifles Winchester de 1900, cinco revólveres Colt de seis balas y un rifle Sharp 1874. Todos son copias de armas de Clint Eastwood: el Winchester es de Two Mules for Sister Sara, los Colt .45 son de High Plains Drifter y el Sharp es de The Good, The Bad, and The Ugly

A la derecha están los chicos que venden saldos del ejército —uniformes camuflados, mochilas, botas, cuchillos aserrados que harían lagrimear a Rambo—: atraen a niños de diez o doce años y sus padres. Al frente, la tienda rebosante de camisetas con inscripciones militantes, a la venta de a dos por US$10: «Dos cosas que todo americano debe aprender a usar. Ninguna te la enseñan en la escuela», dice una con una pistola y una biblia. «Dems Dream is Venezuela’s Reality». Una con el rostro de Thomas Jefferson y esta cita: «Un gobierno suficientemente grande para darte todo lo que quieres es suficientemente fuerte para quitarte todo lo que tienes» —Jefferson jamás dijo o escribió eso. Otra exhibe la silueta de una enorme metralleta con la bandera de Estados Unidos al fondo: «Freedom isn’t free». 

Son tantas y tan originales y divertidas que cuesta registrarlas todas. Una camiseta gris con una Glock prominente cita a Sigmund Freud: «El miedo a las armas es un signo de retraso de la madurez sexual y emocional» —Freud jamás dijo o escribió eso. Y finalmente, decenas y decenas de t-shirts, buzos, sweaters y gorras con la inscripción «Trump 2020» en rojo, con la bandera de USA, el rostro de Trump, y el hashtag #MAGA. Una mujer delgada y elegante en los sesenta acaba de comprar cinco para sus amigas, todas con el eslogan escrito en brillantina.

¿Qué por qué estoy aquí? Porque el culto a las armas está escrito en el ADN cultural de los Estados Unidos modernos. Porque esa adoración aglomera y enceguece cuando aumentan los suicidios y masacres en el país. Porque, y el mundo lo ve, la filosofía que exudan estas tierras a veces es capaz de colarse por las grietas hasta dar con oídos dulces en otros reductos del mundo. 

—¿Quieres comprar una, cariño? —me dice la amabilísima señora que vende camisetas y me extiende una t-shirt estampada con John Wayne apuntándome con un pequeño revolver. «¿Piensas que el derecho a portar armas debiera ser ilegal?», dice sobre la cabeza de The Duke, y debajo: «¿Qué otras ideas estúpidas tienes?»

Sonrío con torpeza y digo que no, que ya tengo, y me voy al salón. No es el mejor plan, quizás: huyo de una jubilada que vende camisetas inofensivas para meterme entre mil armas y dos mil personas que las desean.

 

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A las armas las carga Smith & Wesson
 

Esta es la estadística que deja a media humanidad con los ojos como huevos: en 2018, en Estados Unidos convivían 327 millones de personas con unos 393 millones de armas, legales y no. Dígalo: la más poderosa nación sobre la Tierra es en el siglo XXI una película de John Ford escrita por Sam Peckinpah. Nadie sale en cuadro sin un fierro al lado.

El número es un cálculo más o menos realista: nadie sabe bien cuántas armas hay en Estados Unidos porque todos los cálculos son estimaciones basadas en múltiples fuentes. Con la mayor parte de la propiedad civil de armas inidentificable, porque no todas se registran, cuanto existen son cálculos por aproximación. Tiros por elevación, si me permiten.

Más aun: en Estados Unidos no existe un censo nacional de armas ni un registro federal —cuya existencia es ilegal, por ley. Sólo cinco distritos mantienen registros oficiales —California, Washington DC, Hawaii, Maryland y New York— y tres más —Michigan, New Jersey, Washington— obligan a los vendedores a enviar los datos de compradores a la policía. Pero la inscripción es discrecional; en algunos se deben declarar armas largas y cortas, en otros sólo las cortas, en un tercer grupo nada más las largas. Sólo Hawaii y DC demandan notificar la propiedad de todas las armas.

Lo que queda por fuera es aun más preocupante: la inmensa mayoría de los estados —43— no obligan a ninguna persona a decirle a las autoridades ni qué ni cuántas armas atesora en casa. Ocho distritos prohíben expresamente cualquier contabilidad. La laxitud es tal que veinte estados permiten portar un arma corta visible en la cintura o en una cartuchera sobaquera sin necesidad mientras que Iowa, Pennsylvannia, Tennessee, Utah y Virginia restringen pero no prohíben portar armas largas abiertamente (Los manifestantes anti-confinamientos no violaron leyes entrando con sus rifles semiautomáticos en varios edificios legislativos). Sólo siete estados prohíben el exhibicionismo del cowboy posmoderno. Otros, como Texas, prohíben portar armas cortas de manera visible, pero dejan que cualquiera ande con un rifle en la mano. Compre y muestre. 

A inicios de mayo, un grupo de milicianos invadió la sede del parlamento estatal de Michigan y aterrorizó a sus legisladores.

Un arsenal enorme duerme en los garajes, las alcobas, despachos y closets de America. Al cabo, tal vez de esto se trate la excepcionalidad de Estados Unidos hoy. Ya no el faro de Occidente, sino un gran silo oscuro donde se acumulan varias de sus malas ideas. Ser el depósito de armas del mundo, por ejemplo, no debe caber en ningún yearbook de méritos. Según el Small Arms Survey, que colecta información global, la población civil de 230 países tiene en casa unos 857 millones de armas. Estados Unidos —solo— representa el 46% de ese parque. La exposición a las armas es absoluta. El 72 por ciento de los estadounidenses ha sido dueño de una en algún momento de su vida. Por mera distribución estadística, a cada habitante de Estados Unidos le corresponde una pistola o un rifle. Incluidos mi hijo de diez años y Michael, el bebé de tres meses de mi vecina del departamento 304, que no son dueños de ninguna.

Los proselitistas de la tenencia dicen que registrar sus máquinas no sólo es estúpido, inefectivo y —hablamos de chicos con cierto problema con la autoridad federal— autoritario. Que un primer dueño registre su arma, dicen los libertarios, no combate el crimen: apenas dice que el Sr. Smith, de Peoria, Illinois, compró un 38 en Joe’s Guns and Powder. Lo que quieren decir es que, cuando las armas llevan diez o veinte años en manos privadas, se convierten en fantasmas. Se venden, heredan, intercambian sin documentos. Un porcentaje menor —uno por ciento, dicen— es robado. Cuando eso sucede, ya nadie puede ubicarlas hasta que la policía las captura y verifica en alguna —agujereada—base de datos. Pero el problema es serio: nadie sabe dónde están unos trescientos millones de armas en Estados Unidos que, calculan fuentes federales, no tienen licencia o pasan de mano en mano en transacciones domésticas.  

El mercado de armas de Estados Unidos es una industria del tamaño de varias naciones. Sólo las ventas de armas en tiendas sumaron en 2018 US$ 11.000 millones. Otros US$ 17.000 millones vinieron de la venta de municiones, sobre todo a las fuerzas armadas y de seguridad de los gobiernos del mundo y del propio Estados Unidos. La suma es más grande que el PIB de Afganistán o El Salvador u Honduras, dos veces el de Nicaragua o Namibia y mayor que la suma combinada de las economías de Togo, Mauritania, Suazilandia, Sierra Leona, Burundi y Liberia. 

El mercado ha atravesado por las condiciones de un mercado de consolidación: primero, una mayor concentración en pocos productores —cinco fabricantes producen la mitad de las pistolas y cinco el 60 por ciento de los rifles— y un creciente aumento de la venta de armas en general, producto de mayores economías de escala y mejoras en la fidelización de sus clientes. Entre 2008 y 2016, la producción de armas de mano y rifles de Sturm, Ruger & Co., Sig Sauer, Glock, Kimber Manufacturing, SCCY Industries, Remington Arms, Anderson Manufacturing, Smith & Wesson y Savage Arms —los principales productores de ambos tipos— se duplicó, hasta superar los 10 millones de unidades. 

A partir de 2005, además, hubo un cambio en el tipo de productos: los rifles han tenido un salto brutal. Son más caros y dejan más margen a los fabricantes. En aquel año se fabricaban poco más de 1.4 millones por calendario, cifra que superó los 4,2 millones para fines de 2016. En el mismo periodo, el número de pistolas .380 se multiplicó por 10 —su precio es menor que el de un rifle, pero compensan con mayor volumen de venta. Las .380 son las pistolas preferidas para uso personal. Los rifles que han sostenido la demanda, en tanto, son los semiautomáticos, incluidos los rifles de asalto. Fue en estos años que el AR-15 se volvió el arma modélica de los estadounidenses. 


Este es un lugar familiar, ¿sabes?


A unos pocos kilómetros del Findlay Center, la fábrica de Sturm, Ruger & Co ocupa un enorme edificio de planta cuadrada que duplica el tamaño de los hangares del aeropuerto regional de Prescott. La referencia no es circunstancial: la fábrica de SR & Co está dentro del predio del aeropuerto, a escasos quinientos metros de la pista principal. Flanqueada por una pista secundaria, tiene a sus espaldas la avenida Ruger. La ubicación es una decisión sinérgica: el único modo de despachar armas más rápido a los clientes desde un aeropuerto sería producirlas encima del avión. 

El público tiene otras opciones para hacerse con sus compras, más allá de los envíos. Una de ellas, es ir por el artefacto, una actividad de placer. Este es el propósito de las ferias de armas Crossroads of the West: como una feria de artesanos o granjeros orgánicos, nacen para acercar al público sus productos en un ambiente comunitario amable. 

A inicios de los setenta, la familia Tempelton era dueña de una pequeña tienda de armas en Salt Lake City, Utah. El patriarca, Bob, entendió que el mejor modo de vender sus productos era reunir a los compradores para que los conocieran de primera mano, así que se inventó su feria. Dicen que se inspiró en un mercado agrícola de las afueras de la ciudad. Casi medio siglo después y ahora manejada por los hijos de Tempelton, Crossroads of the West es una organización que organiza sesenta gun shows en cuatro estados. El show en Prescott no es el más grande —esos solían estar en California hasta que el estado comenzó a acorralar la exhibición de armas—, pero es nutrido.

Este fin de semana de otoño, hay más de sesenta exhibidores en el piso de la cancha de básquet de los NAS. El área central está dominada por varias tiendas de armas de Arizona; su disposición, en el ojo, crea una suerte de pista de caballos alrededor de la cual se mueven los compradores. Los márgenes de esa pista quedan para los vendedores más pequeños: coleccionistas, pequeñas tiendas y los stands secundarios de chucherías. 

La exposición a las armas es absoluta. El 72% de los estadounidenses ha sido dueño de una en algún momento de su vida.  

Joseph M., un tipo delgado en sus cincuenta largos, está vendiendo las armas de su pequeña tienda en el norte de Arizona. Hay pistolas, escopetas, rifles y un par de delicias para avisados: un Smith & Wesson 686 calibre .357 —un Magnum— y un Ruger 5043 calibre .44. Pide US$ 500 por el Magnum y US$ 450 por la Ruger —una ganga: nueva vale más del doble. “Pero el día va lento”, dice. “Hoy habrá pocas ventas”.

Joseph M. era bombero; se retiró tras un accidente y heredó la armería de su padre, que ahora atiende. Encaja poco con la imagen estereotípica de un vendedor de armas. Lleva la barba cortada con esmero y proyecta la mirada y estampa relajadas de un profesor de arqueología. En una silla posterior de su stand descansa una copia de El guardián en el centeno, un paperback desgastado con las hojas dobladas. Me confunde: su camiseta gris lleva la inscripción «Peace Through Superior Firepower». La ilustra la impresión del símbolo de la paz formado por las alas de un bombardero ubicado dentro de un anillo.

Le pregunto por las pocas ventas; dice que los eventos paralelos restan clientes.

—Este es un lugar familiar, ¿sabes? Aquí los padres traen a sus niños para que se familiaricen. En esta zona hay muchos cazadores y mucha práctica de tiro deportivo. ¡Hey, esto fue el Far West! ¡Algo nos queda de aquello! 

Algo, sí, pero no todo: Arizona es un estado algo por encima del promedio en proporción de armas por habitante en Estados Unidos: un 32% de los arizonos tiene una pistola o un rifle frente a una media del 29% a nivel nacional, el 62% que exhibe Alaska —el más armado— y el muy europeo 5% de Delaware, el menos vaquero.

Joseph M. me dice que, más allá del slow weekend, su preocupación es más prolongada.

—El momento político da miedo —dice, y yo me sorprendo oyendo eso de un tipo con veinte armas en la mesa donde apoya los codos—. La situación política no es buena y la economía ha crecido, pero no todos la pasan tan bien como diez o doce años atrás. Mira, ¿ves esto? —me muestra la Ruger— La estoy regalando a este precio, porque vale mucho más. Acaba de venir un coleccionista pidiéndome descuento. Le dije que ni en sueños. ¿Sabes qué me respondió? “Veamos al final del día cuando no hayas vendido nada”. Esto está mal, man. For real. 

 

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Una enmienda y un error histórico
 

El momento político no está mal para los dueños de armas en Estados Unidos. A pesar de que crece la presión social para aumentar el control de la venta de armas, el presidente Donald Trump es favorable a mantener el statu quo, endulzado por los elogios frecuentes de la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés), el principal lobby de la industria y los compradores. La crisis del coronavirus dio un mayor empujón al movimiento pro-armas cuando Trump mismo animó a los manifestantes a organizar mítines de desobediencia a los gobernadores demócratas de estados en lockdown. El presidente incluso ha llegado a referirse a los intimidantes milicianos que irrumpieron con armas en el parlamento de Michigan como “muy buenas personas”, un peligroso guiño electoralista a la subcultura paramilitar de cara a las presidenciales de noviembre de 2020.

Trump —y la clase política por décadas—, la NRA y los defensores de las armas se amparan en la lectura sesgada de la Constitución de Estados Unidos para jugar las fichas provistas por la industria. La Segunda Enmienda de la Constitución establece la necesidad de “una milicia bien regulada” para dar seguridad al nuevo estado libre. En la conformación de esa milicia, concluye, “no se infringirá el derecho de las personas a mantener y portar armas”. 

Esas 27 palabras —en inglés— constituyen el fondo y fin del problema de la posesión de armas en Estados Unidos. Han construido un error histórico. Un absurdo mayúsculo donde abrevan muchos, política y financieramente. 

La sombra del imperio era amenazante uno años después de que las colonias del este de Estados Unidos se independizaran de Gran Bretaña. La guerra fue mitificada como la reacción de individuos que tomaron las armas para defender sus creencias en la libertad personal ante la opresión de una institución distante. Y es en ese contexto que Thomas Jefferson escribió que a ningún hombre se le debiera prohibir “jamás” el uso de las armas.  

Ambos factores fueron importantes para la Segunda Enmienda. Jefferson, y con él John Adams, sostenía que una fuerza armada regular podía ser un problema para una nueva nación: miles de hombres armados que responden verticalmente a un jefe. Ambos favorecían la idea de que los ciudadanos debían ser capaces de resistir una organización que creían represiva en esencia. Además, un ejército estable era (es) costoso, y las arcas de Estados Unidos estaban exhaustas tras la guerra de independencia. Adams y Jefferson eran liberales individualistas —y jacobinos—, más afectos a la virtud personal que al colectivismo. 

En ese marco nació y ha de ser leída la Segunda Enmienda: la milicia fue un producto del contexto histórico. Toda constitución mantiene anacronismos, y si el arcaísmo legal de la Segunda pervive —agotadas las condiciones que la motivaron— es por interés político. Sus defensores proclaman el mito de los individuos forjadores de su destino, pero a la guerra de independencia la ganó un ejército —el Continental Army— con estrategas, generales y rangos. No una guerrilla ciudadana. 

La crisis del coronavirus dio un mayor empujón al movimiento pro-armas cuando Trump mismo animó a los manifestantes a organizar mítines de desobediencia a los gobernadores demócratas.

La poderosa NRA perpetúa la concepción libertaria —el individuo debe armarse como contrapeso de la tiranía del gobierno— por codicia: los fabricantes que la crearon deben vender y la única razón de ser de la Asociación es promover los intereses de la industria armamentista. Que los políticos republicanos y demócratas sostengan la Segunda Enmienda responde a gusto personal o temor electoral: demasiados ciudadanos con armas votan. 

Es difícil cambiar la percepción, ya casi un rasgo cultural, cuando además es presionada por la coyuntura. Con o sin la ayuda de Donald Trump, los ciudadanos estadounidenses creen que la inseguridad puede ser un problema para sus familias, como demostraron las compras de pánico de marzo de 2020. Esta puede ser una aprehensión paranoica o una realidad —en especial en tiempos de una pandemia que ha detonado una serie de delirios distópicos— pero engrana con la visión de que el individuo tiene derechos inalienables, y la posesión de armas para defensa es entendida como tal en Estados Unidos.

El problema de la violencia armada tiene entonces un componente emocional profundamente incrustado en la psique americana. Más allá del aspecto patriótico que muchos leen en la Segunda Enmienda, la propiedad de un arma está en relación directa con la posibilidad de control de una situación de riesgo. En una sociedad individualista que propugna la idea del self made man/woman y deja a cargo de cada persona aspectos que en otras culturas son responsabilidad del Estado —salud, retiro, seguridad—, cada uno sabe que hay una expectativa de que se valga por sí mismo antes de clamar ayuda. (La sanción social sobre las ayudas públicas es elevada en el zeitgeist.)

Si hay mejores armas, un usuario necesita sólo una ley que le ayude a decidir la compra. Y los legisladores no han fallado en la labor: las leyes stand-your-ground —que permiten a una persona aducir defensa propia ante una amenaza percibida, incluso disparar a matar sin mediar advertencia— se han diseminado por numerosos estados en los últimos años. Utah fue el primero en implementarlas —en 1994— y Florida sería el segundo mucho tiempo después —en 2005—, pero para 2006 ya once estados las habían adoptado y para 2018 la mitad del país las aplicaba. ¿Quién estaba detrás? La NRA, que realizó una campaña coordinada de cabildeo estado por estado.

Esto es, se ha creado un ecosistema que alienta posesión y uso. Los legisladores —el Estado— dicen a las familias que pueden tener armas —porque lo leen en la Constitución— y pueden dispararlas contra otros —porque lo permiten leyes específicas— antes de que la policía y las fuerzas de seguridad aparezcan en escena. El monopolio de la fuerza, conferido al Estado, es limado por la transferencia parcial de su potestad a los ciudadanos.

BONUS

COMERCIO. En el 2018, sólo las ventas de armas en tiendas sumaron US$ 11.000 millones. Otros US$ 17.000 millones vinieron de la venta de municiones, sobre todo a las fuerzas armadas y de seguridad de los gobiernos del mundo.
Ilustración: Jeremy Kilimajer

 

Las personas procuran protegerse una vez atrapadas en la dinámica del miedo o la paranoia. La defensa a la agresión es una reacción instintiva: te vas o peleas. Fly or fight. Asumen posiciones más o menos racionales ante ese temor y la posibilidad de defensa. Cabildean para conseguir leyes para armarse; compran variedad de poder de fuego; se encierran en comunidades vigiladas por vecinos o guardias de seguridad. Organizan patrullas —¿milicias?— para combatir amenazas reales o imaginarias, como los MinuteMen que creen defender la frontera sur de Estados Unidos de la invasión de migrantes indocumentados o los libertarios que se enfrentan en sus ranchos con la Guardia Nacional. Una vez racionalizada y reglamentada la defensa, el miedo, se entiende, puede ser resuelto con el poder disuasivo de la posesión de armas o el poder efectivo de su uso. 

El miedo es una gran herramienta política de control y, en este caso, un fecundo movilizador de recursos. Bien articulado, genera dependencia y adicción. Bien marketeado, coloca decenas de armas en manos de millones de ciudadanos. Quien se arma siente poder; su identidad se fortalece porque —padres o madres— asumen que pueden defender a los suyos ante una amenaza. Se sienten seguros. Por eso es difícil de vencer el discurso pro-armas: porque es un fenómeno identitario, político y emocional. Los hechos, los datos y la información rara vez pueden con las creencias.
 

 

Nos gustan nuestras armas

Mike ha sido dueño de una tienda de armas en Phoenix por veinte años. En el gun show de Prescott montó una mesa en la isla central donde exhibe unas cien armas de mano perfectamente ordenadas y una treintena de armas largas alineadas como si estuvieran listas para ser disparadas por un francotirador con el cuerpo al piso: dos patas en V contra la superficie, el cañón a media altura. La oferta es una porción ínfima de su negocio: hay 12.000 armas más en su tienda de Phoenix. 

Como Joseph M., Mike es lejano al phisique-du-role del vendedor sórdido de armas. Es altísimo —cercano a los dos metros—, lleva la cara recién afeitada y habla con calma y una sonrisa amplia. Recién ha pasado los cincuenta, tiene dos hijas —que hacen target shooting— y un matrimonio de más de veinticinco años. Mike vende armas como quien vende libros: dispuesto, conversador, dedicado. Es un connoisseur. (Y acaba de venderle cuarenta rondas de municiones de AK-47 por US$ 15 a una señora con dos adolescentes, uno de los cuales me dice que su madre le ha prometido una Glock para cuando cumpla la mayoría de edad, en un par de años.)

En la esquina del stand de Mike —dos mesas que ocupan unos diez metros del salón— hay una enorme bandera «Trump 2020». A Mike el presidente le cae bien, así que le pregunto si todos los shows son tan trumpians —“¿Acaso hay otro modo de ser?”, reirá— y si cree, como Joseph M., que ser propietario de armas va a la baja. Mike no es tan pesimista.

No way! Mira, el hombre ganará en 2020, tengo confianza. ¿Sabes? Este país no es para el socialismo. Ni (Elizabeth) Warren ni Bernie —llama a Sanders por su nombre— ni todos esos harán de esto Venezuela. Oh, no, the man is gonna win.

Mike dice que en 2016 fue a Las Vegas con su mujer a una gran convención de fabricantes. Se alojaron en el Trump Hotel. Una noche, baja al bar y encuentra a su mujer hablando con Eric, el hijo mayor de Trump. 

Si hay mejores armas, un usuario necesita sólo una ley que le ayude. Y los legisladores no han fallado: las leyes stand-your-ground, que permiten a una persona aducir defensa propia ante una amenaza. 

—“No te preocupes”, le dijo a mi mujer. “Mi padre es totalmente pro-Segunda Enmienda”. Y hasta ahora el hombre ha cumplido. Mira, hay varios millones de AR-15 en el país. Tres millones o más. ¿Cómo vas a ir a buscarlas si quieres quitárselos a la gente? ¿Con qué? El AR-15 es tan americano como las hamburguesas y los veteranos de Vietnam. En mi familia somos cazadores y practicamos tiro al blanco. Todos. Y nos gustan nuestras armas. ¿Van a venir a buscarlas? Ni en sueños. 

Unos días antes, Beto O’Rourke, un precandidato demócrata a la presidencia, había anunciado que, si llegaba a la Casa Blanca, obligaría a los propietarios de fusiles automáticos AR-15 y AK47 a aceptar una recompra obligatoria. Beto recibió críticas hasta de demócratas liberales como Pete Buttigieg, que consideró la idea una “confiscación”. Mike piensa parecido.

—Beto hizo lo que no debía. Se convirtió en el empleado del mes de los fabricantes de armas. ¡Yo vendí toda la semana! —tuerce la boca en una mueca sardónica—. Mira, yo no sé si tendremos una invasión extranjera, pero quiero mi arma. Y la usaré.

 

Mátame suavemente


Casi cuarenta mil personas murieron por disparos de armas en Estados Unidos en 2017. La mayoría por suicidios (seis de cada diez) y unas 14.500, asesinadas. Doce de cada cien mil personas muere en el país por un disparo, según cifras del Centro para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, su sigla en inglés), comparada con 0.2 personas en Japón o 2.1 en Canadá. Cada año, las armas matan a un cuarto de millón de civiles en seis países. Estados Unidos responde por alrededor de un quinto de esas muertes; las demás provienen de Brasil, México, Colombia, Venezuela y Guatemala. 

Las muertes por armas en Estados Unidos habían descendido en los años noventa, pero volvieron a ascender en la última década. Los muertos de 2017 fueron la cifra más alta desde 1968, el primer año de rastreo público de fallecidos por balas. Y desde 2014, el promedio no baja de las 33.000 personas muertas y 22.000 heridas al año. Y aunque las cifras varían de jurisdicción en jurisdicción, las tasas más elevadas de muertes han ocurrido en Alaska, Alabama, Montana, Missouri, Louisiana, Mississippi y Arkansas, jurisdicciones con volúmenes significativos de armas en manos civiles.

Mayor disponibilidad de armas de alto calibre —como ha sucedido en los últimos años— facilita la posibilidad de asesinatos en masa. Para mediados de noviembre de 2019, en Estados Unidos hubo más ataques masivos con armas que días del año —366 versus 319. Las agresiones no han descendido de, al menos, 340 por año desde 2016, según Gun Violence Archive, una base de datos sobre incidentes violentos con armas en el país. El FBI probó que se incrementaron los incidentes con asesinos en masa entre 2000 y 2013. En los primeros siete años del estudio federal hubo poco más de seis ataques por calendario, pero en los segundos siete —curiosamente, mientras aumentaba la producción y venta de rifles semiautomáticos— subió a 16.4 incidentes/año. No menos de 20 incidentes han sido registrados cada año desde 2014, con picos de 27 y 30 en 2018 y 2017.

Unos días antes, Beto O’Rourke, un precandidato demócrata a la presidencia, había anunciado que, si llegaba a la Casa Blanca, obligaría a los propietarios de fusiles automáticos AR-15 y AK47 a aceptar una recompra obligatoria.

Una creciente proporción de las masacres ha sido perpetrada por hombres blancos radicales, varios de ellos supremacistas raciales. Su foco: migrantes latinos, judíos y negros. La virulencia de los ataques y el foco en la raza, religión y origen ha estado detrás varias ejecuciones durante el gobierno de Donald Trump. El presidente es propenso a justificar o favorecer la violencia hacia opositores políticos o grupos y minorías ajenas a sus creencias; la agresividad de los ataques armados ha aumentado desde su elección. Después de la masacre de 22 personas en El Paso en septiembre de 2019 —el perpetrador buscaba asesinar migrantes mexicanos y centroamericanos—, el FBI desactivó otros siete planes neonazis para asesinar a judíos, negros, latinos, musulmanes y miembros de la comunidad LGTBQ.

"En varios momentos del siglo XX”, escribió Zack Beauchamp en Vox, “los supremacistas blancos reaccionaron brutalmente contra la continua inmigración de minorías étnicas y religiosas e intentaron reprimir los movimientos por los derechos civiles negros por la fuerza”. Sólo en 2018, dice un estudio de la Anti-Difamation League ―una organización judía contra al odio― los extremistas de extrema derecha fueron responsables de la mayoría de las matanzas perpetradas por razones políticas.  

¿Qué tienen común la inmensa mayoría de estos crímenes? Fueron ejecutados con armas largas semiautomáticas, que permiten matanzas en pocos minutos. El 40 por ciento de los asesinatos en masa y el 70 por ciento de los heridos durante los ataques ocurridos desde 1999 —el año de la masacre de Columbine— fueron realizados con una semiautomática. Y en más de 110 asesinatos ocurridos desde 1982, en el 45% de los casos las armas fueron adquiridas de manera legal. Desde 2012, el arma de elección de los criminales para la mayoría de los crímenes es una sola: el AR-15. ¿La razón? Dispara más veces, más municiones, más rápido y con mayor poder de destrucción. El AR-15 demuele los huesos y destroza los órganos.

 

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Vuélales la cabeza y luego toma el maldito teléfono
 

Es llamativo con cuánta calma pasa el tiempo en un salón rodeado de miles de pistolas y rifles automáticos. En el Findlay de Prescott y el Centennial Hall de Mesa un pertrechado stand con doscientas Glock, Smith & Wesson, Ruger o UZI puede estar flanqueado de la vida más normal. La mesa de Joseph M. en Prescott, por ejemplo, tenía a su izquierda el puesto de un filatelista de barba navideña semidormido que liquidaba colecciones antiguas y, a la derecha, un pequeño stand dedicado a la especializadísima venta de cepillos para gatos. Atendía una señora con gafas que le cubrían media cara. (La señora vendió varios cepillos; el filatelista, nada.) 

En Prescott y Mesa me crucé por igual con amabilísimas amas de casa ofreciendo collares de amatista, lapislázuli y obsidiana y matrimonios mayores que exponían pinturas salidas de sus clases en algún taller artístico. En el Findlay, junto a un puesto de venta de miras telescópicas Nikko Sterling, Schmidt & Bender, Steiner y Vortex, una madre miraba con su hijo las nuevas mochilas blindadas para escolares capaces de resistir el disparo de una .44. En Mesa, un señor retirado exhibía dos AK-47 modificados con el cartel «No están a la venta pero US$ 10.000 pueden ayudarme a cambiar de idea» justo enfrente de otro que ofrecía búhos tallados en madera al lado de un señor, igualmente adormilado, y su colección de mariposas embalsamadas: a veinte dólares el par enmarcado de monarcas de Morelia. 

En cualquier show de armas hay gente que vende botas y zapatos junto a una librería especializada en turismo de aventuras, caza y literatura de armas —en Prescott, un librero independiente tenía el libro de ayuda Dissaster Preparedness for The Family a US$ 24, un par de dólares más que en Amazon. También puedes comprar cerámicas, artefactos para ir de campamento —un juego de cubiertos de cabo de madera por US$ 22, un inodoro portátil por US$ 15—, purificadores de agua, comida deshidratada y beef jerky, dulces y nueces caramelizadas, memorabilia militar y joyería en plata, y camisetas con la amorosa frase «Amo la naturaleza. Por si acaso, traje mi rifle conmigo». 

—Esto es familiar —insiste Mike, cuando dejamos de hablar de control de armas—. Y es para disfrutar. Es la vida misma. Who we are. ¿Ves allá? —señala a tres veinteañeros junto a un stand de armas de mano; dos calzan Air Jordan y uno, mórbidamente obeso, lleva un t-shirt descolorido («National Sarcastic Society: Like we care»)— Esos vinieron recién aquí a preguntar por cargadores. Los buscan para sus chicas. ¿Y ves allá, aquel chico latino? —me indica una pareja en la entrada bajo las gradas: el chico lleva de la mano a su novia, igualmente latina y veinteañera, impecablemente vestida como si viniera de la iglesia— Él quería regalarle un arma para el compromiso. También para protección.

—¿Para protección contra quién? —quiero saber.

—¡Contra quien sea, man! ¡Quien sea! La gente necesita armas para su seguridad, primero que nada. La policía no te protege —explica con entusiasmo, como si yo fuera un marciano incapaz de entender las dinámicas sociales de los humanos—. Mira, vives en el campo: ¿qué haces si entran a tu casa? ¿Llamar al 911? No way! Vuélales la cabeza y luego toma el maldito teléfono. Stand your ground!  

 

La victoria de la NRA

 

Después de la masacre en el Walmart de El Paso, la cadena anunció que dejaría de vender armas de mano —causa de la mayor parte de las muertes en Estados Unidos— y que reduciría las ventas de municiones en todas sus tiendas. Después de que grupos de control de armas como Moms Demand Action presionaran públicamente, otras cadenas como las farmacéuticas CVS y Walgreens y las de supermercados Kroger —propietaria de Fry’s, Harris Teeter y otras 15 marcas minoristas más— y Wegmans, que posee más de cien supermercados en la costa este, anunciaron que pedirían a sus clientes que no entren a sus tiendas con armas.

Esos reclamos funcionan, parcialmente. Poco después de esos anuncios, clientes armados entraban a las cadenas para probar sus límites con la misma prepotencia con que sus pares ingresaron a los Congresos estatales para forzar el levantamiento de los confinamientos. La decisión de los supermercadistas es parcial, pues no es un acuerdo nacional que alcance a todos los operadores comerciales. 

Un problema central: cuando se trata de legislar un control de armas más restrictivo, el Congreso no va más allá de thoughts and prayers con las víctimas. ¿Reformas? El margen de maniobra siempre es reducido. Hay congresistas demócratas —el más notable, Bernie Sanders— y el conjunto del partido republicano que respaldan la tenencia de armas. La NRA es una organización de unos cinco millones de miembros con un presupuesto anual de más de US$ 370 millones y mantiene activa una lista larga de legisladores amigos y otra lista negra de políticos opositores a los que ataca sin tapujos

Casi 40 mil personas murieron por disparos de armas en Estados Unidos en 2017. Doce de cada cien mil personas muere en el país por un disparo.

En poco más de veinte años, la NRA gastó más de US$ 200 millones para apoyar a todos sus candidatos. Sólo en 2016, destinó más de US$ 30 millones a la campaña de Trump y otros US$ 10 millones en las elecciones intermedias de 2018. Recientemente, también invirtió US$ 10 millones para influir en el debate de 273 leyes que incluían legislación para ampliar los derechos de los poseedores de armas o atacar el Acta de Especies Amenazadas, una ley que limita el catálogo de fauna para los amantes de la caza. La organización estuvo especialmente activa para lograr la confirmación de Brett Kavanaugh como juez de la Corte Suprema, con el fin de mantener la mayoría conservadora en el olimpo de las leyes. Kavanaugh es un defensor ortodoxo de la Segunda Enmienda.

La ventaja relativa de la NRA es su vínculo emocional con los miembros. En Estados Unidos los grupos de consumidores a menudo actúan como balance y control de las empresas a las cuales adquieren bienes y contratan servicios, pero los miembros de la NRA —que son compradores de armas— están alineados con las empresas que las fabrican. Son activos militantes de su derecho y argumentan con convicción.

Un vecino, padre de dos niños, tiene en casa una colección de 35 armas. Un AR-15, varios rifles de caza y decenas de armas cortas, incluida una Luger de la Segunda Guerra Mundial. El vecino votó a Hillary Clinton y no soporta a Trump. Pero sus armas son sus armas. “Ellas no son el problema”, me dijo un día. “El problema es quien la usa. Cuando tienes un arma en tus manos tienes poder. Puedes enfrentar lo que sea, y eso vale tanto para defender a tu familia de criminales como, en el caso de los asesinos, disparar a chicos desarmados en las escuelas”.

Así es como nos encontramos en una situación paradójica: la gente quiere seguir comprando las armas que matan a otros como ellos. ¿Revisar la Segunda Enmienda? ¿Acaso eres comunista? El asunto es peliagudo: como si fueran vaqueros del Viejo Oeste, los gringos no sueltan sus armas. Les va la vida —seré literal— en ello. Hace poco, una periodista de la BBC habló con sobrevivientes de un tiroteo. Una chica vio morir a un amigo, un tipo joven de un balazo de AR-15. ¿Hay que dejar las armas?, le preguntaron. Para nada, dijo ella. Yo quiero una. 

Si las armas no van a la montaña, la montaña debiera ir a ellas, ¿verdad? Puede ser, debiera. La mayoría de los estadounidenses dicen que están a favor de controles de armas más estrictos. En sólo dos años, de 2017 a 2019, ese porcentaje pasó del 52% al 60% en un periodo donde se dieron crímenes masivos con AR-15 y otras semiautomáticas, varios perpetrados por nacionalistas blancos de extrema derecha. Nueve de cada diez demócratas quiere esas leyes, pero apenas tres de cada diez miembros del partido de los cowboys —los republicanos— apoyan la idea. La mitad de los republicanos dice que no hay que tocar las leyes porque no necesitan modificación, y dos de cada diez quieren flexibilizarlas. ¿Importa el género? Importa. Los tipos, en especial si no han terminado la universidad, están más a favor de las armas y apoyan menos el endurecimiento normativo. Las mujeres (64%) piden más controles.

Sin embargo, el control de armas no avanza en el Congreso. Casi todos los republicanos y demócratas en Capitol Hill acuerdan que no se deben vender armas a personas con enfermedades mentales y que debe haber verificación de antecedentes para compras de armas en gun shows y en ventas privadas. Pero apenas la mitad de los republicanos muestra disposición a prohibir las armas de asalto y los cargadores de municiones de alta capacidad. 

La idea de que habrá menos asesinatos en masa si hay cambios legales está repartida en partes iguales: la mitad del país creía en el otoño de 2018 que habría menos asesinatos y la otra mitad, que no habría diferencia. 

El contraste para la parálisis estadounidense está en Canadá. En abril de 2020, un dentista canadiense asesinó a más de veinte personas en un rally por la provincia de Nova Scotia. Fue la mayor matanza de la historia de Canadá. Unos días después, el gobierno de Justin Trudeau prohibió la venta, transporte, importación y uso de más de 1.500 armas de asalto. 

Siempre hay una excusa a mano para no hacer nada.
 



Los chicos malos se salen con la suya


Volví a ver a Mike en Mesa, en el gun show a fines de 2019. Su stand estaba ahora hacia el interior del Centennial Hall, lejos de la posición privilegiada que tenía en Prescott, en el acceso mismo del Findlay Center, el primero que todos podía ver. Unos días atrás, en noviembre, un adolescente entró a una escuela de California y mató a dos jovencitos antes de intentar suicidarse. Era un atleta y buen estudiante, no el desajustado que los militantes pro-armas gustan presentar como culpable de casi todo crimen. Mike saca el tema. Dice que hubo suerte de que tres patrulleros fuera de servicio estuvieran allí, pero que hubiera sido mejor si los maestros hubiesen estado armados y entrenados.

—Porque si no sabes manejar esto —tiene en la diestra una .9mm que en minutos se llevará un señor con pinta de vendedor de autos—, harás un desastre.  

—Pero más armas equivale a más muertes —digo a Mike, que me mira como si nuestra conversación en Prescott hubiera sido vana y debiera repetir todo otra vez para convencerme.

—Después de San Bernardino —cuando una pareja de musulmanes radicalizados mató a 14 personas en un centro social a inicios de diciembre de 2015—, una reportera de The New York Times vino a preguntarme a un gun show de Phoenix si no era momento de un mayor control de armas. ¡Estaba lleno de gente! —vuelve a reír y un par de compradores se acercan—. No way! Los tipos que mataron en California, que tiene más control que nadie, compraron las armas ilegalmente, usaron cargadores ilegales, las transportaron de manera ilegal y dispararon en una zona libre de armas. No, man. Los chicos malos siempre encuentran el modo de violar la ley.

—Darles oferta no mejora las cosas —insisto.

Mike está convencido. No sé por qué lo hago. Es una charla de sordos.

—Los medios no reportan lo que pasa. Los que matan son chiflados. Nut cases. Hay más muertos por un mazo o por piedras que por AR-15. Y ahora, discúlpame, que tengo algo pendiente —dice y da dos pasos hasta el vendedor de autos, que ya tiene la tarjeta lista para pagar y ha llenado su registro de antecedentes.    

Cada vez que hay muertes por masacres con alguien que porta un arma ilegal o no, resurge la teoría del loco solitario, un tipo marginado, socialmente vulnerable, psicológicamente maltratado. La idea de la anomalía es funcional a quienes defienden la tenencia pues, en los hechos, con tantas armas en manos de millones de personas, una ínfima proporción entra a una escuela, un centro comercial o un templo a asesinar personas. El punto que permanece, de cualquier modo, es que Estados Unidos es el único país del mundo donde esos crímenes en masa suceden casi todos los años varias veces por año. Y eso ocurre, vaya coincidencia, en una nación donde es muy fácil acceder a una vasta oferta de armas de alto poder.

Hay congresistas demócratas —el más notable, Bernie Sanders— y el conjunto del partido republicano que respaldan la tenencia de armas.

El argumento pro-armas pretende reducir las masacres a un acto personal y circunstancial. No acepta su sistematicidad. La línea discursiva es una: no matan las armas sino quien aprieta el gatillo, dicen. Los defensores más radicales de la idea de que el control de armas es innecesario se amparan en la noción de que, mientras el gobierno se preocupa por regular el derecho de los buenos ciudadanos, los criminales siempre se las arreglan para conseguir armas. La prohibición es inviable en una sociedad libre, sostienen: hasta los prisioneros fabrican sus propias armas o las contrabandean dentro de las cárceles. 

Australia estableció una amnistía en 2017 para recuperar armas: había más de 250.000 no registradas; consiguieron que 51.000 fueran entregadas en la ventana abierta por tres meses. Un quinto del total. ¿Cómo se recuperan o registran más de 300 millones de armas sin licencias o registro en Estados Unidos cuando la mayoría de los congresos estatales no quieren ni crear contabilidades oficiales?

Los defensores del libre acceso creen que, en vez de meterse con las mayorías, una mejor idea es monitorear el pequeño número de personas que, dicen, son demasiado peligrosas para comprar armas para evitar que las adquieran. Para ellos, la responsabilidad es del individuo: los padres deben ocuparse de sus hijos, la policía de los descastados. Los que sean un peligro debieran ser tratados como delincuentes sexuales o criminales bajo libertad condicional. Sus nombres publicados, sus casas visitadas a menudo por las autoridades para ver si tienen armas. Que no hayan cometido aun un delito no parece ser un problema para los defensores de la tesis: otros pueden ser tratados como culpables sin presunción de inocencia para que ellos mantengan su derecho a las armas. Que unos pocos enfermos no afecten mi derecho a tener un AR-15 en la alcoba.

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MIEDO. Cientos de miles de personas que temen al Covid-19 compraron armas a manos llenas. Los especialistas señalan razonas detrás: que la sociedad sucumba al pánico y las fuerzas de seguridad no sean capaz de mantener el orden.
Ilustraciones: Jeremy Kilimajer. 

Violencia armada y enfermedades mentales son temas diferentes de salud pública que intersectan en los bordes. Del mismo modo que los pro-Second ―defensores de la Segunda Enmienda― sostienen que sólo unos pocos alelados usan armas para masacrar, los expertos en salud aducen que también una ínfima minoría de personas con enfermedades mentales sale a masacrar vecinos o niños. El problema radica en el punto crítico: sea un psicótico, bipolar, esquizofrénico o deprimido o sea un supremacista blanco, sería mucho más difícil para ellos matar a nadie si hubiera menos disponibilidad de armas, si fuera más difícil acceder a ellas y si las armas fueran, además, de bajo poder. 

Cuando el asunto se enfoca en aquellos que pierden la cabeza, Estados Unidos evita hablar de sus paranoias colectivas. Y esta es una paranoia política: el hombre blanco radicalizado es el principal causante de crímenes masivos. El FBI lleva tiempo diciendo que el terrorismo de extrema derecha crece y es una amenaza interna mayor, pero demasiados intereses mandan la discusión bajo la alfombra. 

Culpen al GOP de buena parte de eso: su discurso contra el terrorismo islámico es tan efectivo que solapa el terrorismo blanco. En la psique colectiva es más fácil suponer que otro distinto a mí —racial, cultural y religiosamente— es más peligroso que John Smith, mi vecino blanco que va a la iglesia y trabaja en la fábrica de refrigeradores a la vuelta de la escuela de los niños. Que el segundo sea un señor muy amargado y frustrado con su vida y la deriva del mercado —menos dinero, más costos de salud, pocas oportunidades laborales futuras, jubilación precaria— con sobreabundancia de armas no lo hace más peligroso ni lo muestra mentalmente enfermo comparado con judíos, negros, musulmanes y latinos. Para muchos, algunos de esos criminales son patriotas

La gente dice que quiere armas para protegerse, sobre todo los habitantes de las ciudades. Cada vez que hay un crimen masivo, las ventas se disparan. La experiencia del coronavirus fue otro eslabón más en la cadena. ¿Por qué? Porque cada vez asumen que esa vez llegará la prohibición de comprar nuevas armas, y se llenan las manos de fusiles y pistolas. Algo más también sube cuando matan gente: el precio de las acciones de los fabricantes de armas. 

Incluso familias que han perdido sus hijos en matanzas creen en su derecho a tener pistolas y rifles. La retahíla discursiva es similar: un arma es segura si se aprende a manejarla y un padre debe saber defender a los suyos. Esa idea que para un no americano aproxima a sus habitantes a la idea del cowboy no es irreal: la relación de los gringos con las armas está enraizada en su psique. Es un triunfo para los vendedores que sea muy difícil cuestionar la Segunda Enmienda. Cuando Beto O’Rourke dijo que iría a quitarles las armas a los dueños, convirtieron una amenaza en memes en las redes sociales y doblaron la apuesta: no fue inusual ver selfies de hombres, mujeres y hasta niños empuñando pistolas y rifles bajo el hashtag #ComeAndTakeIt.


It’s Trump’s world!


Tras la masacre de latinos en el Walmart de El Paso, Trump dijo que su gobierno consideraba un paquete legal sobre control de armas junto con el Partido Demócrata, pero que él se movería “muy lento” para “hacerlo bien”. También dijo que no pensaba en ningún momento iniciar un recall de armas y anunció que su administración defendía la Segunda Enmienda. Nada ha sucedido desde entonces. O tal vez sí: en el gun show de Prescott, todo, desde el stand de la entrada con las camisetas «Trump 2020» hasta la bandera «Trump 2020», es un canto a la reelección del presidente.

—Este es uno de los mejores lugares para apoyar al presidente —me dice Sally, una mujer en los cincuenta, entrenadora de tiro en el norte de Arizona—. It’s Trump’s world! ¿Quieres firmar?

Sally me extiende una planilla: «Firma para apoyar la defensa de la Segunda Enmienda». Sally está en el stand de la campaña Trump 2020, en el centro del campo de juego del Findlay Center. En cada gun show hay al menos un stand que inscribe votantes —nombre, apellido, datos de contacto— para que voten por el presidente en las elecciones del 3 de noviembre. Me excuso con Sally, miento, digo que no voto, aunque soy ciudadano, sólo para seguir la charla. Sally dice que debemos defender la Segunda Enmienda —y que Trump es el indicado “porque ningún socialista lo hará”— de todo peligro y cambia la planilla por una hoja A4 con el título «Trump Victory» y un pedido escrito debajo: «Por favor, compártelo con tu familia. Recorran cada enmienda y piensen cuidadosamente por qué fueron incorporadas a la Constitución. Imaginen el caos en países donde no hay una guía como esta para sus ciudadanos y gobierno». Debajo, cubriendo toda la página, están las 27 enmiendas a la Constitución. Sally toma un bolígrafo y marca las diez primeras.

—Estas nos fueron dadas por Dios —dice con un tono amoroso de laica consagrada.

El stand de Trump tiene tres personas a cargo: Sally, un tipo que habla inglés con acento cubano y una coordinadora de campaña —«Olivia Brown – Regional Field Director», dice su tarjeta del GOP de Arizona—, que pronto se acercará a Sally y le dirá por lo bajo —no lo suficiente para que yo no escuche— que deje de hablar conmigo porque “ya dijo que no vota”. Sally insistirá un rato más en que firme. Como me niego, se resignará, me regalará una calcomanía —un bumper de «Trump 2020» para el paragolpes del auto— y, amabilísima, me dirá que puedo también comprar algo en el stand adjunto. Allí, dos señores ofrecen más camisetas, más gorras, banderines para la antena del auto, anotadores y bolígrafos reeleccionistas —y unos calcetines rojos con el MAGA prominente donde debiera ir el logo de Nike por US$ 5.

Me voy donde Mike, a quien prometí una segunda visita para que me muestre un producto que atrajo mi mirada y me tiene salivando desde el primer día del gun show: un AR-15 Trump MAGA Limited Edition dedicado al presidente. Mike los fabrica bajo la marca Arizona Arms LLC. Es un rifle semiautomático Diamonback modificado, con el acrónimo «MAGA» grabado en las cachas protectoras del caño y «TRUMP» calado en la empuñadura. 

La experiencia del coronavirus fue otro eslabón más en la cadena. ¿Por qué? Porque cada vez asumen que esa vez llegará la prohibición de comprar nuevas armas, y se llenan las manos de fusiles y pistolas.

Mike los exhibe junto a otros doce AR-15 Diamonback regulares e igual de lustrosos. Los Trump MAGA Special Edition que vende en Prescott vienen en color negro, azul, rojo y con la bandera de Estados Unidos pintada en todo el cuerpo. Mike también tiene una versión de indiscutible gusto presidencial: de cabo a rabo en color dorado. 

Cada Trump MAGA Special Edition está en oferta en el stand de Mike a US$ 779 de un precio original de US$ 879. En internet también hay AR-15 Trump MAGA pero no tienen tanto estilo —se ven mucho menos delicados, sin cuerpo. Se venden en el rango de los US$ 500 y US$ 550 con un mensaje movilizador para los defensores de la Segunda Enmienda: «¡Escuchamos sus voces que querían más mejoras al cuerpo superior —el cañón, sobre todo— del Trump! ¡Muestra tu apoyo a la Segunda Enmienda enojando doblemente a tus amigos liberales comprando hoy el kit superior del Trump AR-15!» 

Mike los fabrica desde fines del verano de 2019. Antes de fin de año había vendido veinte AR-15 Trumpians. 

—Hace unos meses, mientras exponíamos en el patio de un hotel de Phoenix, vienen unos paracaidistas de Nueva Zelanda que se alojaban allí. “¿Aquí se puede comprar esto?”, me dicen. “¿Puedo sostenerla?” Imagínate: militares. Allí no las tienen. Así de mal están.

Intento hacer un gesto de simpatía, pero me sale una mueca ridícula nada creíble. Creo que Mike se da cuenta que no cala, pero me equivoco: se estira hacia delante y me señala los AR-15 Trump MAGA.

—Déjame preguntarte algo —dice con tono de vendedor que sabe qué pasará—: ¿quieres mi AR-15 Trump MAGA Special Edition? ¿Quieres sostenerlo?

Antes de que diga nada me pone en las manos uno de los fusiles. Eligió el AR-15 vestido con la bandera de Estados Unidos.  
 

Mi AR-15 es súper pop

 

¿Cómo se explica que los rifles semiautomáticos se vendan como pan caliente en un país donde esos mismos rifles semiautomáticos están señalados como el arma de culto de los perpetradores de masacres? 

La industria de armas es el ultimo fabricante de productos de consumo no debidamente regulado de Estados Unidos, dueño de un poder de lobby sólo superado por las tabacaleras en el pasado, y tan o más opaca que ellas. Ha tenido la capacidad, como pocas otras industrias, de poner de su lado al consumidor y ha mejorado, década tras década, su mercadotecnia al punto de convertir la percepción sobre las armas como una herramienta necesaria para la autodefensa. 

¿Cómo encajan los AR-15 en esto? Los fabricantes han buscado contrarrestar la caída de las ganancias de las últimas décadas incrementando el poder de fuego de sus productos. A mayor poder de fuego, mayor precio y un margen mayor comparado con las pistolas de baja potencia. Como dice Tom Diaz en Making a Killing, se las ingeniaron para ensanchar el mercado distribuyendo armas con más municiones más fácilmente portables, con diseños más refinados y elegantes y nuevas versiones que pueden encajar con el gusto de un consumidor antes ajeno: las mujeres. 

La industria ahora fabrica armas más pequeñas para el puño femenino y rodeó la experiencia de compra con accesorios. Hace tiempo descubrieron que podían reproducir el modelo de ventas a hombres en las mujeres si lo adaptaban convenientemente. Le llamaron carrywear: pantalones, camisas, leggings, camisetas, chalecos y chaquetas y hasta botas, sombreros y guantes —todo— producido para gustar y verse bien. Las mujeres gastaron US$ 1,200 en armas en 2017 y sus compras crecen desde hace años. Hoy, una de cada cinco tiene un arma.

El discurso de la protección corta a todos los segmentos de compradores. Las últimas campañas de Smith & Wesson se centran primero en seguridad, luego en protección y, finalmente, en prácticas deportivas, cuando era lo opuesto en décadas previas. Una encuesta de Gallup muestra que el porcentaje de propietarios de armas que decía tener una para caza deportiva o tiro al blanco pasó del 60 por ciento en 2000 a apenas 11 por ciento en 2019. En paralelo, los compradores de armas para seguridad personal pasaron del 46 por ciento al 63 por ciento. La pandemia trajo otro récord: según el FBI las ventas de armas en marzo del 2020 fueron superiores hasta en 80% respecto a las de marzo de 2019.

Cuando las armas se hacen más atractivas, la cultura local es receptiva, el marco legal más nuevo facilita y la Constitución puede ser interpretada à propos, la mesa parece bien servida. ¿Puede una sociedad desprenderse fácilmente de un rasgo cultural tejido en la psique década tras década? 
 


Una delicia, Bourdain —y la derrota 

 

El Trump MAGA Special Edition es una delicia. 

Estilizado, delicado. (¿Es un él o un ella?) Es de aluminio, pero no produce la sensación fría de tocar una aleación. Tiene un revestimiento que evita marcar las huellas digitales. El gatillo es sensitivo. Y el grip del mango —donde dice «TRUMP» calado— posee ergonomía perfecta: el puño abraza el arma como si el arma se adaptase a él. Es un fusil de 1.9 kilos, manejable con una mano. El hombre sin atributos de Musil pesa más. 

No disparé —no había prácticas de tiro—, pero apoyé la culata en el hombro y pude sentir cierta transfiguración. En mi familia, mis tíos y mis primos tienen armas. Son cazadores. Yo crecí entre armas en la pampa argentina. Mis vecinos tenían escopetas y rifles. Varias familias de mi barrio salían a cazar liebres y perdices a menudo. Como yo vivía en las afueras de la ciudad, era usual para mí ver camionetas repletas de hombres armados y perros de caza. Yo mismo aprendí a disparar a los doce años con el rifle de un compañero de fútbol, pero tengo desapego por las armas. Entiendo su fascinación —la transfiguración con el AR-15 MAGA fue física: sentí la adrenalina viborear por la espalda ante la sola idea de gatillar—, pero no justifico su necesidad civil. 

A menudo recuerdo un episodio del programa en CNN de Anthony Bourdain, el excocinero devenido presentador, renegado, cosmopolita y callejero, con tanto asco por Trump como por los liberales acomodados de la costa este. En el show, Bourdain estaba en un rancho y se echaba al hombro un rifle semiautomático para volar en pedazos varias dianas. Luego nos contaría que le encantaba disparar, sostener el peso muerto de un arma en las manos. Incluso afirmó que sería dueño de un arma si viviera en las llanuras de Montana. El hombre y su elemento llevado al momento limítrofe de valerse por sí solo, supongo. ¿Será cosa de machos nada más o es algo más primitivo, independiente del género?

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CIVILES ARMADOS. El 72% de los estadounidenses ha sido dueño de un arma en algún momento de su vida. Por mera distribución estadística, a cada habitante de EE. UU. le corresponde una pistola o un rifle.
Ilustración: Jeremy Kilimajer. 

 

Supongo que Mike tuvo el rapport adecuado, porque, después de probar su MAGA, puso una mano sobre el AR-15 y me detuvo cuando iba a devolvérsela.

—Setecientos —dijo—. Te la llevas si pasas el background check.

Agradecí, pero no. Sin embargo, no pude despegarme el gusto de sostener aquel fierro —un poder siniestro pero liminar— así que antes de dejar el gun show fui por una Beretta, calcé un Winchester 1892 —lo vendieron luego en US$ 850— y una S&W de US$ 1.500. Necesitaba tocarlas

¿La decepción? Fui al stand de Joseph M. para dar una probada al Magnum pero para mi mala fortuna —y la buena suya— lo había vendido. (No discount, man!) Mi despedida fue en el puesto de pertrechos militares: un Colt Retro M16 —el papá militar del AR-15— de US$ 3.000. Sólo una vez tuve algo de más valor individual en mis manos y fue un reloj que jamás compraría. Tampoco esas armas.  

Unos días después del gun show en Mesa, el chico atlético que ya conocen entraba en su escuela de Santa Clarita, California, y mataba a dos adolescentes de 14 y 15 años. El asesino cumplía 16 años ese día y llevaba en sus manos una pistola .45 que la policía sospechaba podía ser una ghost gun, un arma hecha con partes compradas por separado y ensamblada en casa. El arma no tenía número de serie visible y sus piezas pudieron provenir de un dealer subterráneo. Sin registro, imposible de rastrear.

Toda mi circunstancial fascinación por el AR-15 Trump MAGA se desvaneció ante la comprobación de la destrucción que trae andar por la vida con pistolas y rifles como si viviéramos aún en el Lejano Oeste. 

Por contrapartida, también tengo la casi irremediable certeza de que el debate está perdido. Que el lobby pro-armas ha torcido la mano y resulta vano provocar la discusión con sus predicadores. 

Como Bourdain, que era progresista, o Bernie Sanders, que es socialista, como las madres que quieren comprar un arma aún después de perder un hijo a causa de ellas, los estadounidenses hace tiempo que han abrazado la idea de que tener una pistola en casa es normal. Es probable que no haya tragedia que cambie esa convicción. 

Con cada masacre resurge la idea de un mayor control de las armas, pero el impulso se desinfla apenas traspone las puertas del Congreso. Los legisladores parecen entender que la gente quiere tener armas, comprarlas, revenderlas, coleccionarlas. Usarlas. El escándalo —cada vez más muertes, todas brutales, intolerables— no termina de reverberar como para que republicanos y demócratas se sientan obligados a modificar las leyes de tenencia. 

No importa que las naciones con el menor número de muertes tengan las leyes de armas más estrictas. Las estadísticas dicen todo: el país más artillado del planeta, el país con el mayor número de muertos civiles por armas en el mundo, con el mayor número de masacres, el mayor número de ataques en escuelas, las normativas más flexibles para comprar armas de guerra o cualquier arma, las leyes más laxas para tenerlas en casa y jamás declararlas. 

Da igual. Las armas siguen. Seguirán.

En Mesa, Mike me lo dijo de otro modo:

—¿Sabes la fábula de la rana en el agua caliente? Si la metes con el agua hirviendo, saltará; si la metes con el agua tibia y subes la temperatura poco a poco, se acostumbrará y la tendrás donde quieres. Los que quieren controlar las armas debieran pensar que no pueden venir a querer quitárnoslas de las manos. Oh wait, no, mejor tampoco lo otro: nosotros no somos ranas. Somos gente, tenemos derechos. Y tenemos armas.

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