Tras la caída de la última dictadura en Perú surgió una primavera democrática que parece haber llegado a su fin. Desde el 2016, una ola autoritaria y violenta empezó su ascenso en medio de un contexto propicio a nivel global.
Un fantasma populista recorre el mundo. Perú no es la excepción. Después de la caída de Alberto Fujimori en 2000, y luego de casi dos décadas de democracia, su legado busca volver al poder. Su último intento electoral acabó en derrota ante un candidato que exhibía una vena igual de autoritaria, el profesor Pedro Castillo, quien acorralado por casos de corrupción dio un golpe de Estado al estilo de Fujimori. Aquel fue el hito que permitió que una alianza de intereses comunes originada en el Congreso –una fuerza de extrema derecha con Keiko Fujimori a la cabeza, y la otra de izquierda radical que apoyó a Castillo– tomara el control político del país. Hoy, esta coalición populista exhibe una estrategia a largo plazo: manejar al Ejecutivo y a otras entidades claves del Estado, amenazar a los entes electorales y socavar la libertad de prensa. Al mismo tiempo, proteger a los asesinos de los jóvenes organizados en las protestas del 2020 y 2022 y desafiar al Sistema Interamericano de DD.HH. Todo con el objetivo de llegar al poder sin escollos en las elecciones del 2026.
Las protestas de fines del siglo XX contra el fujimorismo fueron lideradas por partidos, colectivos sociales, gremios sindicales y grupos universitarios. Hoy, en el último lustro, el protagonismo recae en una nueva generación de jóvenes que alza su voz de protesta contra la creciente amenaza autoritaria. Las cifras revelan que más de la mitad de asesinados en las protestas de los períodos 2020 y 2022-2023 fueron adolescentes y jóvenes.
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