Testimonios contra el olvido: heridos y familiares de las víctimas de la represión se encuentran en Juliaca

A inicios de abril, casi cuatro meses después de que iniciaran las protestas contra el gobierno, los familiares de los fallecidos y los heridos de la violenta represión policial y militar se reunieron en la ciudad de Juliaca, en Puno. Lo llamaron el “primer encuentro nacional ciudadano de víctimas del régimen de Dina Boluarte” y participaron las asociaciones de Apurímac, Ayacucho, Cusco y Puno. Todos buscan justicia por las muertes de 49 personas por proyectiles de armas de fuego y atención debida a los cientos de heridos. ¿Cómo sobrellevan las familias el duelo y la pérdida?

ENCUENTRO. Familiares de víctimas de la represión policial y militar se reunieron en Puno.

ENCUENTRO. Familiares de víctimas de la represión policial y militar se reunieron en Puno.

Foto: OjoPúblico / Alba Rivas

A la entrada de la casa de la familia Samillán, en Juliaca, hay una bandera del Perú que lleva un lazo negro de luto al centro, amarrada a un palo de poco más de dos metros. Está apoyada a la pared del pasillo, la familia la tiene lista para sacarla cuando salen a pedir justicia por Marco Antonio Samillán Sanga, el séptimo de nueve hermanos. Marco Antonio era interno de medicina y murió de un impacto de bala el 9 de enero, cuando –como brigadista– ayudaba a los heridos de las protestas en las inmediaciones del aeropuerto de esta ciudad. Hoy, la brigada que conformaba junto a sus compañeros lleva su nombre. 

Es 31 de marzo, una noche antes del primer encuentro de los familiares de las 49 personas que han muerto durante la violenta represión a las protestas contra el gobierno. A esta casa han llegado las familias de seis jóvenes que murieron en Andahuaylas y Chincheros, en la región Apurímac. Viajaron durante 24 horas por tierra. Los tres varones llevan mochilas; las siete mujeres, mantas de colores cargadas a la espalda y sombreros. Entran por el pasillo hacia un espacio grande donde se han colocado largas mesas y bancas. Allí les da la bienvenida Raúl Samillán, el hermano de Marco, quien ha asumido la presidencia de la Asociación de mártires y víctimas del 09 de enero Juliaca - Puno.

Es la primera vez que se ven. Todos han llegado para participar de un espacio convocado para el primero de abril y al que han denominado “1er Encuentro nacional de víctimas del régimen de Dina Boluarte”. Participan sobre todo las asociaciones de los familiares de los fallecidos de Apurímac, Cusco, Puno y Ayacucho. Con el apoyo de organizaciones de la sociedad civil, deudos y heridos de las protestas han conformado asociaciones para acompañarse en los procesos judiciales que han iniciado contra el gobierno. Son ellos quienes han impulsado este encuentro en Juliaca, para conocerse y contar sus historias.

Madres
REUNIÓN. En el encuentro participaron familiares de los fallecidos en Apurímac, Cusco, Puno y Ayacucho.
Foto: OjoPúblico / Alba Rivas

 

La noche anterior del encuentro, en el comedor de los Samillán otros familiares de los fallecidos de Juliaca saludan a los visitantes, les dicen que son bienvenidos, que tomen asiento, que cómo están, cómo les ha ido el viaje, “estábamos rezando que para lleguen bien, los hermanos de Ayacucho aún están en camino”. 

Gregoria Vásquez, la mamá de Cristian Rojas, quien murió en Apurímac el 14 de diciembre, aparte de su manta a la espalda, jala en una de las manos un pequeño baldecito celeste. De allí saca quesos frescos, que ella misma ha preparado, y los coloca sobre la mesa para acompañar el maíz tostado que sus compañeras de asociación han servido para compartir. Las familias de Juliaca les sirven una sopa que han cocinado en grandes ollas. 

Antes de eso, tres hombres extienden en el piso dos mantas y, encima, hojas de coca, dos vasos de vidrio y una botella. Lo hacen para “challar” el encuentro, es decir, para agradecer a la tierra (pachamama) y pedirle que todo les vaya bien en esa actividad. 

Los deudos y heridos de las protestas han impulsado este encuentro en Juliaca para conocerse y contar sus historias"

Unas cuarenta personas han llegado a la casa de los Samillán y cada una se acerca a la manta para buscar las tres o cuatro hojas más bonitas y ponerlas enteras dentro de uno de los vasos. Los hombres a cargo de la ceremonia echan la bebida en los vasos y luego vierten el contenido de esta al piso. Al acercarse, Raúl Samillán ha pedido que estén todos unidos, que todo les vaya bien y que puedan encontrar justicia.

Repiten el ritual, pero esta vez rompiendo las hojas de coca mientras pensaban en sus difuntos. Un ritual “para las almitas”. Los padres, madres, hermanos, hermanas y cuñados de los que murieron durante la represión policial en las protestas recogen hojas, las acercan a su boca y pronuncian despacito el nombre de sus muertos. Con la mirada fija y triste observan sus dedos y rompen la hoja para colocarla en los vasos. Después, la misma operación de echar la bebida primero al vaso y luego al suelo. 

Al terminar, se abrazan entre todos. A cada abrazo, repiten: “que sea en buena hora”. En los entierros en Puno, cuando se da el pésame, la gente puede decir la frase tradicional: “mi sentido pésame” o, sino, “que sea en buena hora”.

Uno de los familiares lo explica: 

—Que todo sea para bien. Y si viene la muerte, que sea por algo. 

 

“Para no volver, ya me voy, ya me estoy yendo”

 

El sábado 1 de abril, Deyvis Mamani, el hermano de Cristian Mamani Hancco (22 años), y Rosa Luque, la mamá de Heliot Cristhian Arisaca Luque (18 años), ambos también muertos por impactos de proyectiles de armas de fuego, han recogido a las familias de Andahuaylas para llevarlas a la casa de los Samillán a tomar desayuno. Ellos habían dormido en la parroquia “Pueblo de Dios”, un espacio que desde enero ha acogido a las víctimas de las protestas. 

—Para eso está la parroquia. Por eso el nombre. Todos somos pueblo de Dios— dice uno de los integrantes de la iglesia cuyo altar tiene pegadas las fotos de los fallecidos y dos papeles con el quinto mandamiento escrito: “no matarás”. 

En la casa de Raúl Samillán están los familiares de Juliaca. Se organizaron para que cada uno lleve allí un ingrediente para la comida de ese día. A Silvia Cruz Álvarez, la mamá de Reynaldo Ilaquita Cruz, que murió el 9 de enero, le tocó llevar chuño. Esa mañana del 1 de abril a las 5:30 salió de su comunidad, Muni, a una hora y media de Juliaca, junto a su hija mayor y su esposo. Está completamente vestida de negro, desde el sombrero hasta las largas faldas, y sus manos están muy frías. 

Reynaldo –quien murió también por el disparo de un proyectil de arma de fuego– había cumplido 19 años el 6 de enero y era el segundo de sus tres hijos, el único varón. Su madre ha querido –como es costumbre– quemar todas sus cosas, pero sus hijas se lo han impedido. 

Casi cuatro meses después de su muerte, su cuarto está con su ropa intacta en el ropero, su cama como si fuera a dormir allí, sus libros de preparación como si los hubiera subrayado en la academia apenas ayer, sus cordones dorados, punteros de brigadier y muchas medallas colgadas en la pared como si siguiera necesitando verlos para motivarse ser, como siempre, el primer puesto. Varios pares de zapatillas, todas blancas, permanecen en fila en la base de la cama. Le gustaban los objetos blancos. Era muy ordenado.

Los padres de las víctimas de la represión recogen hojas de coca, las acercan a su boca y pronuncian el nombre de sus hijos.

Entrar a su cuarto es como entrar al cuarto de alguien que va a venir en cualquier momento a preguntar qué están haciendo rebuscando entre sus cosas. Cuando Silvia ve los objetos que le pertenecían a su hijo, llora. Ella no entra a ese cuarto y; sin embargo, ve la puerta y sabe todo lo que hay dentro. Le hace pensar que por la noche Reynaldo va a volver como cada noche desde Juliaca, donde se preparaba para postular a la carrera de administración en la Universidad Nacional del Altiplano. Salía cada mañana y volvía, hasta el 9 de enero, cada tarde. 

En la casa de los Samillán, el noticiero de las ocho de la mañana del sábado primero de abril anuncia: “detenido exministro del gobierno de Pedro Castillo”. Nadie le presta atención. En una de las mesas está Silverio Rojas Vásquez, el hermano de Cristian Rojas Vásquez, que ha acompañado desde Andahuaylas a su madre, Gregoria. Ni su esposo ni ella hablan español, entonces desde diciembre andan los tres juntos y, cuando es necesario, él hace de traductor. 

Se ha puesto un polo negro que tiene en el pecho la foto de su hermano y una frase que dice “te has ido por siempre permanecerás en nuestros corazones Familia Rojas nunca te olvidaremos hermano Cristian”. Su hermano mayor mandó a hacer siete de esos polos para repartirlos con toda su familia. 

Cristian fue herido durante las protestas en Andahuaylas el 10 de diciembre y fue referido al hospital de Abancay, capital de la región Apurímac, donde murió cuatro días después. Su hermano Silverio fue el que lo acompañó durante esos días.

—Nunca despertó. Desde que le impactó la bomba [lacrimógena] nunca más despertó. 

Tenía 19 años y se trasladaba cada mañana desde su comunidad campesina para estudiar el primer semestre de Farmacia en un instituto. Había querido ser policía, pero le faltaron dos centímetros de talla para ingresar a la institución. Su familia guarda el uniforme de la academia donde se preparaba. Su hermano Silverio le animó. Le dijo que -como solo tenía 19 años- tal vez crecería esos dos centímetros que le faltaban. Que vaya estudiando una carrera técnica. 

Cada mañana salía y llevaba sus fichas de estudio y cuadernos en un estuche azul con cierre. Ese mismo estuche azul es el que ahora carga su hermano Silverio. Pero dentro hay hojas bond con notificaciones fiscales, documentos legales y fotos de Cristian sonriendo, paseando con su hermana, capturas de videos cuando lo trasladaban herido, en el hospital internado, imágenes con el detalle de sus heridas en la cabeza. Antes de salir al Encuentro, quiere pegar todas esas fotos en una cartulina, pero no le alcanza el tiempo para comprarla. 

Cristian es el primer herido que murió en las protestas y –sin embargo, casi cuatro meses después– las instituciones responsables no han identificado la causa de su muerte. En Abancay, el 14 de diciembre, su cuerpo fue entregado a su hermano, Silverio, sin hacerle la necropsia. Por eso, el 9 de marzo tuvo que ser exhumado para realizar ese procedimiento. 

El acta detalla una fractura de 6 x 8 centímetros en la parte derecha frontal del cráneo. Las muestras tomadas han sido enviadas a Lima y la defensa legal de la familia calcula que los resultados tardarán de tres a cuatro meses. 

El cementerio de Argama, a una hora en carro de Andahuaylas, tiene todas sus tumbas de cemento pintadas de colores: azules, rosadas, rojas. Hasta mediados de marzo, la de Cristian no tenía color. Cuando los forenses realizaron la exhumación sus padres observaron de lejos. Silverio, de cerca. Vio cómo le cortaron la cabeza a un cuerpo muerto de tres meses que ya no parecía ser quien él conoció. 

En su casa, su madre ha trasladado su cocina de leña a un espacio del patio. No soporta estar allí porque cuando atardece piensa que Cristian ya va a llegar desde Andahuaylas, donde estudiaba. A veces todo es tan intenso que cree que puede enloquecer. Cada vez que ve una foto de su hijo o habla sobre él, comienza a llorar con desesperación. 

Dos días después de la exhumación, esta vez con la certeza de que no volverán a abrir la tumba de su hijo ni las heridas que intentan curar, su padre ha por fin pintado la tumba de Cristian de dos colores: rojo y blanco, como la bandera peruana.    

Silverio y su mamá
MEMORIA. Silverio Rojas, en compañía de su madre Gregoria, recuerda a su hermano Cristian, fallecido en Apurímac.
Foto: OjoPúblico / Alba Rivas

 

El dolor de la impunidad

 

Las personas que salen de la casa de la familia Samillán conforman tres o cuatro filas de hombres y mujeres de todas las edades que cargan en sus brazos retratos de sus familiares. La mayoría tiene los nombres y sus edades. También alguna frase en segunda persona: “vivirás por siempre”, “te recordaremos”, “te amamos”, “te llevamos en nuestros corazones”. Ese tipo de cosas que quisieran decirles a los que ya no están. 

Después de ellos, otro grupo lleva fotos de heridas por impactos de bala o perdigones. Algunos caminan con dificultad. Otros explican que la imagen que muestran es de algún familiar que no puede estar allí. 

Los familiares se dirigen hacia la plaza de armas. Allí las banderas -siempre que son izadas- quedan a media asta en señal de luto. Se colocan delante de la catedral en media luna y responden a las preguntas de la prensa que hace transmisiones en vivo. Algunos se quiebran y lloran. Otros resisten a la muestra pública del dolor. Algunos enfrentan con la mirada los disparos de los fotógrafos. Otros bajan el rostro.

La mayoría cuenta la historia de su familiar fallecido, su nombre, cuántos años tenía, qué hacía, dónde y cuándo fue herido, qué le provocó la muerte. Han aprendido sobre el tipo de arma y el milimetraje de las balas o la cantidad de perdigones en el cuerpo. Pero callan su propio dolor, sus procesos de duelo y la forma en la que la muerte ha transformado sus vidas. La mayoría termina sus intervenciones pidiendo justicia. Justiciata munaniku kay wawaykuqa.  

Catalina Arias cuenta que su hijo John Erik Enciso Arias –al que la familia llama Jhonatan– tenía 18 años y cursaba el cuarto grado de secundaria. Recibió el impacto de una bala mientras observaba desde un cerro el enfrentamiento en las protestas del 12 de diciembre en Andahuaylas. Hay un video que muestra con detalle el momento exacto en que es impactado por el proyectil. Ella no cuenta que también está preocupada por sus otros dos hijos contemporáneos a John. En su casa, los tres compartían una misma habitación y eran muy unidos. 

—Los tres paraban juntos, como gemelitos han crecido. 

Catalina dice que los dos ya no hablan, están callados, se esconden, no quieren estudiar, ya no cuidan su ropa, no quieren tocar el agua, solo quieren dormir. 

—Ya no sé qué puedo darles, no sé qué hacer. 

A inicios de febrero, uno de ellos, que tiene 20 años, soñó que el cielo se abría y su hermano John bajaba del cielo como si fuera un ángel, le extendía la mano y le decía “hermano, hermano, vamos”. Desde entonces, no ha dejado de contar repetidamente ese sueño y todo el tiempo mira hacia el cielo. Dice que se va a abrir y que su hermano va a venir, que ya le está llamando. 

—Con ese último sueño se ha traumado [...] como si estuviera pasando en realidad, desde allí está medio raro. 

Meses antes de diciembre, uno de ellos se había ido a trabajar fuera de Andahuaylas, pero John le pidió insistentemente que regrese y su hermano le hizo caso. 

—¿Me ha hecho regresar para que se muera? Por eso tiene que llevarme— le dice uno de sus hijos a Catalina. 

 La familia, como otras de la zona, cree que si una persona fallecida te llama en sueños es porque vas a morir. 

—Por eso pienso que tal vez se va a llevar a su hermano [...] ¿Qué tal mis hijos se van a terminar muriendo? Ese pensamiento tengo.

 

Encuentro
UNIDOS. Los deudos de las víctimas de represión se reunieron en un complejo deportivo de Puno casi cuatro meses después de las protestas.
Foto: OjoPúblico / Alba Rivas

 

El Encuentro se realiza en un complejo deportivo. Adentro, en las paredes sobre las graderías se han colocado los retratos de los 49 fallecidos por la represión policial y militar. Todos los retratos completan el ovoide de alrededor. Se han puesto cinco filas de globos negros que cruzan la cancha deportiva de manera horizontal y –en el piso– varias velas que forman un corazón. 

A Elba Mamani, una mujer de 39 años, este lugar le recuerda a su esposo, Gabriel Omar López Amanqui, quien murió a los 35 años a causa del impacto de una bala el 9 de enero en las inmediaciones del aeropuerto de Juliaca.  

—A mis hijitos les traía a jugar aquí. Y desde allá yo les miraba— apunta hacia la gradería. 

Cuenta Elba que su esposo era un hombre cariñoso con ella y con sus hijos: un adolescente de 16 años y una niña de cuatro. Ella se dedicaba al trabajo doméstico cuidando los quehaceres de su casa y él trabajaba en lo que podía. Había sido mototaxista, obrero de construcción y vendedor ambulante. Desde unos meses antes de que muriera trabajaba como conductor de un cargador. 

—Él nunca nos hacía faltar. Siempre conseguía. Él era el único sustento económico. 

Tenían una casa propia que habían construido hace diez años, pero luego de ocho días desde el entierro su hijo le pidió que se mudaran. Todo le recordaba a su padre. “Allí se sentaba, allí comía, allí sembraba”. Ahora están viviendo en dos habitaciones de la casa del hermano de Elba. Solo se llevaron frazadas y su ropa. Los dos primeros meses ella no tenía ganas de hacer nada y solo lloraba y dormía. Su hermano y su cuñada se ocuparon de atenderla. La gente de los mercados les llevó sacos de arroz, azúcar y otros víveres.

En octubre del año pasado Gabriel había sembrado habas, entonces Elba y sus hijos han vuelto unas cuatro veces a la casa sólo para cuidar ese producto que cosecharán pronto. 

—Voy a mirar a la haba como si fuera mi papá— le ha dicho el mayor a Elba. 

Desde hace unas dos semanas Elba se ha levantado y está animada a trabajar, en lo que pueda, por sus hijos. Ser parte de la Asociación le da algún consuelo. Dice que conversan y que son como una familia. A veces, piensa que Gabriel va a ir a buscarla: 

—Le estoy esperando. Regresará, digo, pero más se está alejando. 

Desde la casa de la familia Samillán hasta el Coliseo, un grupo de sikuris acompaña a la familia. Repiten una y otra vez una canción:

 “Adiós pueblo de Juliaca,

adiós casita querida, 

ya me voy ya me estoy yendo, 

para no volver, 

ya me voy ya me estoy yendo”. 

 

Las secuelas de los heridos por proyectiles de armas de fuego 

 

Un adolescente y un hombre sostienen –cada uno de un lado– una banderola de la Asociación de víctimas de Juliaca con la foto de los 17 ataúdes de los que murieron el 9 de enero. El adolescente tiene 16 años y es el hijo mayor de Julia Pacci Condori. El hombre es el hermano de Julia.

Ella fue herida por un proyectil que se quedó alojado en su cuello. Luego de un reportaje de OjoPúblico en el que contamos su caso, fue trasladada en un vuelo humanitario a Lima. El 24 de enero fue ingresada en el Hospital Carlos Monge Medrano y desde entonces permaneció internada hasta la última semana de marzo. 

El menor de 16 años cuenta que fue él quien le acompañó todo ese tiempo y tuvo que hacerse cargo también de sus dos hermanitas menores de 12 y 4 años. Los tres vivían cerca al hospital, en un cuarto alquilado sin camas. Comían en un comedor popular. 

Julia Pacci fue sometida a dos operaciones: la primera, el 30 de enero, para extraerle el proyectil; la segunda el 13 de marzo para extraerle un tumor. Ahora ya han retornado a Juliaca pero ella, que es el único sostén económico de sus hijos, no puede mover el cuello y debe estar en descanso. 

En el complejo deportivo donde se realiza el primer encuentro de los deudos y heridos, todos se han colocado en las graderías bajo el retrato del primer herido que murió en las protestas, Cristian Rojas. Un hombre sube las gradas con dificultad apoyándose en sus muletas. Su nombre es Yoni Vilca Quispe y tiene 43 años. Una bala le atravesó los dos pies el 6 de enero en las inmediaciones del aeropuerto de Juliaca.

No tiene lesiones graves en el pie izquierdo, pero el proyectil le ha fracturado huesos en su pie derecho. El 7 de enero fue operado y le han puesto seis clavos que van a ser retirados en la segunda semana de abril. Antes de ser herido trabajaba como estibador o como obrero de construcción. La familia ha gastado sus ahorros y ha sacado un préstamo. Su hijo de 18 años se ha retirado de su cuarto porque está muy asustado y ha dejado de estudiar en la academia, pues la familia no puede pagar las mensualidades y los gastos.

El encuentro se realiza en un complejo deportivo. En el piso hay varias velas que forman un corazón"

Hay otra mujer que se mueve con dificultad. Está en una silla de ruedas y necesita que su hija –una joven de 25 años– mueva la silla de ruedas en la que está. Su nombre es Luzmila Choquehuanca Machaca, tiene 44 años y otros dos hijos menores de 16 y 12 años. Hasta antes de ser herida por el impacto de una bala en la pierna izquierda, trabajaba como cocinera y era el único sustento económico de su familia.

La casa de Luzmila está muy cerca al aeropuerto. El 7 de enero, se fue a la casa de una familiar porque tenía miedo de que haya enfrentamientos. Cuando estaba volviendo, recibió el impacto de una bala en la pierna izquierda que le fracturó la tibia. La herida ya ha sanado, pero aún el hueso debe soldar. Los médicos le han puesto 6 clavos y platino y le han dicho que estará en la silla aproximadamente un año. 

 

Encuentro en Puno
REGISTRO. Con velas y las fotos de sus seres queridos, las familias aún piden justicia por las muertes.
Foto: OjoPúblico / Alba Rivas

 

Hay otras decenas de personas que no tienen ningún signo visible de lo que están viviendo a causa de la represión. Carmen Machaca, por ejemplo, está allí porque a su pareja, José Hernán Silva Miranda, de 32 años, le amputaron toda la mano derecha. Él le contó que –el 9 de febrero, cerca al aeropuerto– solo escuchó una explosión, sintió un dolor y luego perdió el conocimiento. Fue trasladado al hospital, allí le cortaron la mano porque no había casi nada que reconstruir. Carmen, como la mayoría de víctimas, guarda en su celular fotos y videos para respaldar lo que cuenta. En una de esas fotos, tomada por ella, se ve el brazo y una mancha roja en el lugar de la mano.  

En el hospital, Carmen vio la herida mientras José estaba sedado. Él, a quien no le habían permitido verla, le decía: 

—¿Por qué lloras?, ¿por qué lloras? Si solo me han hecho una herida—. Él se enteró de la amputación después de la operación.

Desde la región Ayacucho, en representación de la Asociación de los familiares de los asesinados y heridos del 15 de diciembre en Ayacucho, llegaron al encuentro Carlos Tineo, Cristhian León, Karina Marapa y Yovana Mendoza. Ambos recibieron impactos de bala en la parte inferior del cuerpo el 15 de diciembre en las inmediaciones del aeropuerto. 

Casi cuatro meses después, Cristhian aún tiene alojada la bala en la pierna, cerca a la arteria femoral. El día que fue herido le cosieron la pierna y le dieron de alta. 

 —No fui atendido como debe ser. A muchos nos han tratado así [...] No sólo mi persona, muchos en Ayacucho no están bien—. 

 

Un pedido colectivo de justicia

El encuentro se realizó durante toda la mañana y parte de la tarde, con intervenciones de los familiares de las víctimas de Apurímac, Ayacucho, Cusco y Puno. Al cerrar el espacio, las organizaciones publicaron un pronunciamiento que denuncia el uso de armas de fuego, la estigmatización y criminalización, las detenciones arbitrarias, las denuncias de maltrato policial y otras vulneraciones a los derechos humanos.  

En sus declaraciones, algunos familiares respondieron a las acusaciones del gobierno que los acusó de ser violentistas, terroristas o estar financiados por actividades ilegales.

—Nos causa mucha indignación y dolor que después de cuarenta años de ocurrido estos hechos nuevamente volvamos a vivirlo con el asesinato de 10 personas y más de 70 heridos cuando ejercíamos nuestro derecho a la protesta [...] el dolor, en vez de calmar, crece cada vez que los que lo han ocasionado dicen hacer justicia con apoyos económicos sin asumir su responsabilidad ni pedir perdón por lo que han hecho, dice Yovana Mendoza Huarancca, en representación de los familiares de Ayacucho 

Yovana es la hermana mayor de Jhon Mendoza Huaranca, de 34 años, que murió a causa del impacto de una bala el 15 de diciembre en las inmediaciones del aeropuerto.

Las organizaciones de deudos denunciaron la estigmatización, criminalización y vulneraciones a los derechos humanos"

Dani Quispe, el presidente de la Asociación de víctimas de la represión a las protestas de Andahuaylas y Chincheros - Apurímac, recuerda que todas las familias víctimas de Andahuaylas son campesinas. 

—Cuando nosotros luchamos, reclamamos justamente nos dicen que estamos financiados por el narcotráfico o delincuentes. Nosotros no somos delincuentes, no somos asesinos. Somos agricultores. Queremos justicia. 

Dani Quispe es el padre de Beckham Romario Quispe Garfias, un joven estudiante y deportista de 19 años que murió el 12 de diciembre en el aeropuerto de Andahuaylas. Como en el caso de Cristian Rojas, aún no se conoce el agente causante de su muerte, pero Dani Quispe tiene fotos en las que se puede ver la cabeza de su hijo sin la parte derecha frontal del cráneo. 

Rosa Luque, de Juliaca, perdió a su hijo mayor, Heliot Cristhian Arisaca Luque, de 18 años, mientras retornaban juntos a su casa que está cerca al aeropuerto. Ella, que ahora se ocupa activamente de las actividades de la asociación, dice que contar su testimonio es muy doloroso porque siente como si fuera el mismo día en que murió su hijo, pero que es necesario reunirse para llamar la atención de la ciudadanía y del Estado. 

—Pensamos que toda la gente se está olvidando y eso es lo que nosotros queremos evitar. No se trata de que los muertos ya están muertos y la vida continúa. No se trata de normalizar la muerte. Ha sido un asesinato y no es normal [...] Vamos a ir hasta el final, hasta encontrar justicia.

Durante el encuentro, algunos se cuentan entre ellos qué les pasó, cómo murieron sus familiares o cuál es el estado de sus procesos judiciales, algunos dicen que se han visto reflejados en otras familias, algunos se sorprenden de la cantidad de personas que son. Todo eso que se puede sostener en una de las cosas que les dijo Raúl Samillán a las familias de Cusco, Apurímac y Ayacucho: 

—Viéndonos en la misma situación, nos acompañaremos, hermanos. 

 

*Ninguno de los deudos mencionados en este texto está recibiendo tratamiento psicológico. 

 

Reloj Se ha añadido un artículo a su lista de lecturas

Noticias Relacionadas