Derecho a una muerte digna: cuando no hay tiempo para luchar ante un tribunal

Janet Bustamante, una paciente arequipeña con cáncer terminal, quería luchar por el reconocimiento de su derecho a una muerte digna, como antes lo hicieron Ana Estrada y María Benito. No pudo: falleció el pasado 28 de febrero, antes de llevar su caso a los tribunales. En esta columna, Josefina Miró Quesada Gayoso, abogada que la acompañó en la preparación de la demanda, habla sobre su legado y los desafíos para decidir cómo atravesar la etapa final de la vida en Perú.

DIGNIDAD. "Janet luchaba no para morir, sino para decidir los términos en los que lo haría", explica Miró Quesada.

DIGNIDAD. "Janet luchaba no para morir, sino para decidir los términos en los que lo haría", explica Miró Quesada.

Foto: Archivo Josefina Miró Quesada

Siento que me gana el tiempo”, me escribió Janet. Era noviembre de 2024. Estaba desanimada. Los dolores en la columna —en la lumbar— eran los más frecuentes. Tramadol más ketorolaco para el dolor y fisioterapias. Sesiones de radioterapia para calmar el dolor en los huesos. 

Nadie puede decir que Janet no buscó tratamientos para evitar el dolor o menguar las molestias. A veces, eran tolerables. Otras, no tanto. “Hay cosas que sí son soportables, y que uno —como se dice— apechuga, y bueno, puedo aguantar, pero hay dolores extremos que yo creo que nadie tiene por qué pasar”, me dijo una vez. 

No todos tenemos el mismo umbral de tolerancia al dolor. Esa medida es tan subjetiva como la propia idea de dignidad en la vida. Janet Bustamante quería tener la libertad de decidir “hasta aquí no más” cuando el sufrimiento superase ese umbral y su vida se tornase indigna para sí misma. 

Ella sabía que iba a morir. Todos lo sabemos —algunos somos más conscientes que otros—. Pero, a diferencia del resto, Janet sabía que el camino hacia ese final sería en sufrimiento. De ahí en adelante, su salud solo iba a empeorar. Por eso, quería tomar el control de ese proceso para redefinirlo.

Janet quería luchar para que se reconozca su derecho a morir con dignidad, como hicieron Ana Estrada y María Benito".

Janet agotó todos los mecanismos para curarse, como lo hacen miles de pacientes con cáncer. Se sometió a una quimioterapia, a una mastectomía, a otra quimio a medias. Pero, para 2024, ya no podía detenerlo. Las células cancerígenas se habían desplazado de la mama a los huesos, pulmón e hígado. 

Janet luchaba no para morir, sino para decidir los términos en los que lo haría. Quería estar consciente, despedirse en casa, rodeada de sus seres queridos, evitar desintegrarse a cuenta gotas. 

Por eso, quería la libertad de elegir una muerte rápida e indolora con la eutanasia. Quería luchar para que se le reconozca su derecho a morir con dignidad, como lo hicieron Ana EstradaMaría Benito. Pero, a diferencia de ambas, a Janet se le agotaba el tiempo.

 

Feminista, cristiana y arequipeña

Janet Bustamante nació en Arequipa, Perú, hace 55 años. Era madre y esposa. Había dedicado su vida al cuidado de sus hijos y, por muchos años, al de las plantas. Fue agricultora independiente. Cuidaba la vida de otros seres vivientes tanto como la suya. En sus tiempos libres, le gustaba salir a pasear, disfrutar de la naturaleza, viajar. 

Cuando el cáncer llegó, eso fue lo primero que le arrebató. Dejó de hacer lo que más le gustaba por los dolores a la espalda, brazos, pies y manos, que le generaban cualquier actividad física. 

Janet se definía como una mujer católica. Creía en un Dios no castigador, que apoya el libre albedrío de las personas. Sin embargo, tenía creencias personales que eran incompatibles con la voz oficial de la Iglesia. Por eso, siempre se mostró muy crítica de esa autoridad. 

Alguna vez me contó haber ido a una misa en la que el cura empezó a despotricar de Ana Estrada. Le pareció indignante y se marchó. Hace tiempo venía distanciada de esa Iglesia. No reflejaba el Dios en el que creía. Por eso, no tenía ningún problema en mostrarse a favor de la eutanasia. Ni siquiera en una de las ciudades más conservadoras del Perú.

En su casa siempre se habló de la muerte. Janet se encargó de naturalizar la conversación sobre el final de la vida. Tocaba el tema en la mesa del comedor. Le enseñó a sus hijos a no temer a la muerte. A saber cómo enfrentarla cuando se aproximase. “Yo desde, hace mucho, estoy amistada con la muerte; yo creo que mientras no haya dolor, pues es una muerte bonita”, me dijo Janet. 

Quienes más defienden a la muerte digna son aquellos que han visto a sus seres queridos sufrir innecesariamente". 

La idea de solicitar la eutanasia no surgió cuando le detectaron el cáncer, sino antes. Ella siempre creyó en la libertad de decidir sobre la propia vida y el cuerpo, cuando la medicina, la ciencia, las posibilidades de revertir el curso de una enfermedad degenerativa fueran fútiles. Pedir la eutanasia era solo un rasgo más de su personalidad. 

Janet siempre fue una mujer franca, directa, firme en sus decisiones. Eso fue lo que me atrajo de ella. Así crió a sus hijos, que salieron igual de valientes y apoyaron con orgullo cada uno de sus pasos. Todos en su familia vieron a los padres de Janet desvanecerse de un modo que ella no deseaba para sí. Su madre murió de cáncer, su padre, de alzheimer. 

Es común que pase eso: quienes más defienden el derecho a morir con dignidad son quienes han visto a sus seres queridos sufrir innecesariamente al final de sus días. Esta experiencia te remueve todo. Eso convenció a Janet de su decisión. Se lo dijo a sus hijos: “yo no quiero morir así, agonizando”. 

Por eso, decidió escribirme en junio de 2024. “Cuando salió lo de Ana Estrada y lo de María, yo dije ‘no soy la única que puedo acceder’”, me contó. Janet quería denunciar al Estado para conquistar su derecho a morir con dignidad y me pidió que la defendiera. Para entonces, ya había llegado la metástasis. 

“Cuando ya se agota todo y cuando, de repente, la ciencia ya no pueda ayudar, entonces, yo creo que todos tenemos el derecho o deberíamos tener el derecho de morir de una manera digna, ¿no?”.

 

El tiempo y las estrategias

Uno de los tantos médicos a los que acudió Janet le dijo que una persona con cáncer metastásico podía tener un pronóstico de tres a cinco años. Otros le dijeron que simplemente no podían saber cuánto tiempo le quedaba. Había que ver cómo respondía a los medicamentos y tratamientos. Ir viendo sobre la marcha. 

Lo único certero es la muerte. El resto son posibilidades. Un médico amigo una vez me dijo: “la medicina es el arte de las posibilidades”. No es una ciencia exacta. Las decisiones se toman dentro de un escenario de riesgos y asimetrías de información. 

Cuando Janet se acercó a mí no sabía cuánto tiempo de vida le quedaba. Podrían ser meses o años. Su aspecto físico no encajaba en el imaginario de una persona enferma. Todavía podía caminar. Tenía dolores, calambres, falta de apetito, fiebres repentinas, pero se le veía estable. 

Un médico le dijo que se veía muy bien. Quizás, eso nos hizo creer que tendríamos tiempo para litigar un proceso judicial. Aunque no empezábamos de foja cero, sabíamos que tomaría años conseguir una decisión firme. Aún así, asumimos el riesgo. 

El panorama es cada vez más lúgubre para los derechos humanos".

Al igual que Ana y María, Janet eligió luchar por su derecho a morir con dignidad en los tribunales pensando en ella y en el resto. “Yo quiero que mucha gente pueda, en algún momento, lograrlo y morir de una manera tranquila y sin un dolor espantoso”, dijo. Sabía que, si llegaba a tiempo, su decisión ayudaría a otras personas en igual o similares circunstancias. 

Esta era otra más de las justas consignas por las que había luchado en su vida. Su hijo una vez la definió como “la fuerza de la naturaleza, impetuosa”. “No se detiene ante nada. Puedes poner un camión delante de ella y va a decir ‘no, yo me quedo acá porque me da la gana’. No hay límite. O sea, encuentra una roca y la saca. Como sea, pero la saca”, me dijo.

Cuando ganamos la sentencia de Ana en primera instancia, en 2021, o, un año después, cuando esta fue ratificada por la Corte Suprema, el Perú era otro. La Defensoría del Pueblo todavía era baluarte de los derechos humanos. La presidencia del Poder Judicial estaba liderada por una mujer feminista; también lo estaba el Consejo de Ministros. Los movimientos ultraconservadores no tenían tanta fuerza en el Congreso o alianzas tan férreas dentro del Estado; pero hoy lo tienen. 

El panorama es cada vez más lúgubre para los derechos humanos. Para muestra, el político ultracatólico que ofendió a Ana con declaraciones que mostraban su absoluto desprecio por la vida ajena fue premiado con la alcaldía de Lima. 

Sabíamos que el cáncer metastásico era irreversible, pero ningún médico acertó con precisión el pronóstico". 

Diseñar otro litigio estratégico como el de Janet en este contexto requería tiempo. Cualquier paso en falso podría hacernos retroceder en lo avanzado. Pero tiempo era lo que no teníamos mi equipo y yo. Trabajábamos fuera de horarios laborales, agotadas y de modo pro bono.

Fueron cinco meses de compromiso persistente. Teníamos la evidencia lista: un informe psicológico que acreditaba la capacidad de discernimiento de Janet para decidir sobre sí misma; un documento de apoyo y salvaguarda a futuro, por si caía en inconsciencia, que designaba a sus hijos como apoyos para hacer valer su voluntad en decisiones sobre el final de su vida; una respuesta de EsSalud al pedido de Janet. 

En noviembre de 2024, EsSalud le negó a Janet su pedido de acceder a la eutanasia como expresión de su derecho a una muerte digna, en base al precedente de Ana, aduciendo que seguía estando prohibida y que, para acceder a una muerte médicamente asistida, había que pedirla ante un juez. 

Estábamos por presentar la demanda judicial, pero, de un momento a otro, la enfermedad arrasó: el hígado se le inflamó, el estómago también, se acentuaron los dolores, empezaron los vómitos, mareos y más.

Muchos médicos eluden conversar o tomar decisiones que acortan la vida por temor a ser denunciados".

Sabíamos que el cáncer metastásico era irreversible, pero ningún médico acertó con precisión el pronóstico. Aunque el plazo de vida restante —o el concepto de enfermedad terminal— sigue siendo una restricción en países donde está legislada la muerte médicamente asistida, su uso no está libre de críticas. En 2021, la Corte Constitucional de Colombia eliminó este requisito para acceder a la eutanasia. 

Un estudio da cuenta que, de 230 pacientes con cáncer avanzado, solo el 41% de la predicción de prognosis fue precisa y de las imprecisas, el 85% sobrestimó el tiempo de vida del paciente. Es decir, vivieron menos de lo que predijeron los médicos. ¿Cuánto de eso tiene que ver con la reticencia que tienen a aceptar la muerte? 

Parte del por qué los médicos eluden conversar o tomar decisiones que acortan la vida —incluido a pedido del paciente o sus familiares— tiene que ver con la llamada “medicina defensiva”: la práctica de actuar por el temor a ser denunciados de mala praxis o un delito. 

No es que sean indiferentes, pero se desenvuelven en un sistema precario en el que su trabajo, reputación y estabilidad penden de un hilo por esas amenazas. Esta mala práctica promueve sobretratamientos, y torna punitivo el clima en los hospitales. 

Necesitamos [a los médicos] para desmentir que el juramento hipocrático les obliga a preservar la vida a toda costa". 

El mejor ejemplo de ello es la absurda costumbre de algunos profesionales de la medicina de llamar al fiscal de prevención cada vez que familiares o pacientes deciden sobre el final de sus vidas. 

La criminalización de la eutanasia opera en ese ámbito. Es una espada de Damocles para cualquier médico que toma decisiones en el contexto del fin de vida. 

Esa espada ha llegado a prohibir, incluso, actos que permite la Ley General de Salud, como la de suspender o rechazar tratamientos médicos de soporte vital. Es lo que pasó con María, cuya prolongación fútil de la vida llegó a causarle incluso un encarnizamiento terapéutico, prohibido por el Código de Ética Médica. 

Siendo los médicos los principales destinatarios de esta injusta criminalización, debiera ser un llamado para involucrarse más en el debate en torno a la autonomía al final de la vida. Necesitamos más voces del cuerpo médico. Son ellos el principal punto de contacto con los pacientes. 

Los necesitamos, especialmente, para desmentir que el juramento hipocrático les obliga a preservar la vida a toda costa. No sólo no dice eso, sino que hace mucho que la promesa fue actualizada por la Declaración de Ginebra (última vez en 2017), que los obliga a respetar con igual ahínco la dignidad y la autonomía individual. 

La única forma de conciliar estas lealtades en la profesión es entendiendo que la vida que el médico ha de proteger trasciende a la biología.

 

La deuda pendiente

Desde que Janet me escribió ese correo solicitando que la defienda en un proceso judicial hasta el día en que falleció pasaron ocho meses. No lo sabía, pero le quedaba menos de un año de vida. Me escribió en junio. Intercambiamos correos, hicimos videollamadas con ella y sus hijos. 

En agosto, viajé a Arequipa para conocerla en persona. Janet me dio la bienvenida con el mejor adobo que he probado en mi vida. Lo cocinó siguiendo la receta original. Ese día, la entrevisté a ella y a sus hijos, por separado. Quería entender sus razones, sus vivencias, sus creencias.

“Siempre he creído que todos deben tener derecho a decidir cómo vivir la etapa final de nuestras vidas. Pero, desde que me detectaron la metástasis, en 2022, he estado más convencida de mi decisión”, me dijo esa tarde. Janet ya había rechazado una segunda quimioterapia porque no la iba a curar y le estaba generando más daño que beneficio. Los efectos secundarios no le permitían pensar o hablar con claridad. 

Estaba accediendo a cuidados paliativos para aminorar sus dolores. Pero sabía que llegaría un punto en el que estos tampoco la calmarían lo suficiente. El sufrimiento no es solo físico, es psíquico, existencial, moral. Janet no quería llegar a un punto en el que, para ella, seguir viviendo fuese indigno. 

Janet murió el 28 de febrero de 2025, entre la inconsciencia y la agonía". 

Por eso, luchaba por la eutanasia. Esta le daría el control y la seguridad que necesitaba sobre el camino hacia su propio final. Janet murió el 28 de febrero de 2025, entre la inconsciencia y la agonía. Intentó luchar para conquistar su derecho a decidir, pero el tiempo le ganó y fueron otros los que decidieron los términos en los que falleció.

Los precedentes judiciales de Ana Estrada y el de María Benito fueron históricos porque fueron los primeros. Son rutas de acción para futuros casos sobre decisiones al final de la vida, pero no han cambiado la actual criminalización de la muerte médicamente asistida: sigue siendo un delito para el resto. 

Quien quiera luchar por esa opción en el Perú debe hacerlo a través de un proceso judicial. Y eso toma tiempo. Justo lo que pacientes, como Janet, no tienen o no tuvieron. Además de lidiar con lo duro que es sobrellevar una enfermedad que te debilita de a poco, hay que luchar en los juzgados, pero ¿con qué fuerzas?

Janet sentía que el tiempo le ganaba porque era cierto: le ganaba. No todas las personas con enfermedades irreversibles, degenerativas, incurables tienen tiempo para pelear por su derecho a morir con dignidad (véase este documental). 

¿Quién quiere pasar los últimos momentos en vida litigando ante un juez por un derecho que podría no materializarse? Esa sola realidad obliga a repensar el estado las leyes que conciben como un delito lo que debiera ser la expresión de un derecho. 

Ante el letargo o indiferencia de congresistas que se niegan a cambiar esa situación, los tribunales son un espacio de contención para conquistar nuestros derechos. Pero, cuando el tiempo se nos va de las manos, aún quedan otras alternativas: el terreno de lo discursivo. 

Ganar el sentido común contando la historia de sus protagonistas. Honrar a quienes murieron luchando, como Janet. La suya no era una lucha por la muerte, sino por la dignidad hasta el último respiro, el suyo y el nuestro.

 

 

Abogada por la PUCP. Magíster en Criminología por la Universidad de Cambridge. Fue asesora de la Alta Dirección de la Defensoría del Pueblo, desde donde inició la defensa del caso Ana Estrada. Asumió, luego, la defensa pro bono del caso María Benito, junto a un equipo de jóvenes defensoras (Gabriela Saldívar, Nathalie Alonso, Alejandrina Molina, Karen Medina, Wendolynn Villalba), así como el caso de Janet Bustamante, también al lado de su equipo. Actualmente, es Global Fellow of End of Life Care, desde donde está cocreando una red latinoamericana para avanzar el derecho a morir con dignidad en la región; y es Global Fellow de Compassion & Choices, una organización sin fines de lucro de los Estados Unidos que trabaja para mejorar la autonomía del paciente en decisiones sobre el final de la vida, incluido el acceso a una muerte médicamente asistida.

Editado por Gloria Ziegler

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