"Adolescencia": La violencia que normalizamos

"Adolescencia": La violencia que normalizamos
Vanessa Rojas Arangoitia

Antropóloga investigadora de Grade

A propósito de "Adolescencia", la serie de Netflix que explora la violencia estructural que enfrentan los menores de edad en su día a día —desde el bullying y la presión social hasta la violencia de género, el abuso y la exposición a las redes sociales—, la antropóloga Vanessa Rojas, investigadora principal de Grade, analiza la situación de la niñez y la adolescencia en Perú. A partir de estudios en el país, reflexiona sobre la normalización del maltrato en hogares y escuelas, la urgencia de una educación con enfoque de género y el papel del Estado en su protección.

"ADOLESCENCIA". La serie cuestiona a los adultos, al sistema, a la escuela, a los discursos sobre autoridad y a la forma en que criamos y callamos.

"ADOLESCENCIA". La serie cuestiona a los adultos, al sistema, a la escuela, a los discursos sobre autoridad y a la forma en que criamos y callamos.

Foto: Netflix

¿Es posible que una serie de streaming nos confronte más que las noticias que consumimos a diario? Adolescencia, una de las producciones más recientes de Netflix, ha sacudido a miles de personas porque nos enfrenta a algo que muchos preferimos evitar: hablar de violencia. 

Pero no de una violencia lejana o excepcional, sino de esa que habita en lo cotidiano: en las casas, en las escuelas, las pantallas y los silencios. Esta columna no pretende ofrecer respuestas definitivas, pero sí invita a mirar de frente una realidad que, como sociedad, solemos ignorar.

La serie conmueve porque muestra el dolor de crecer en entornos marcados por la desprotección, el silencio, la ausencia de diálogo y la falta de cuidado. Vemos adolescentes enfrentando abusos, presiones, juicios sociales y emociones difíciles de nombrar. 

Lo que la hace potente es que cuestiona a los adultos, al sistema, a la escuela, a los discursos sobre autoridad y a la forma en que criamos y también callamos en todos los espacios.

Y, aunque la historia ocurre en otro país, nos enfrenta a una realidad cercana: ¿cuánto de lo que se narra en esa serie resuena con lo que vivimos en Perú? Desde mi perspectiva: mucho.

 

La violencia como experiencia compartida

En nuestro país, niñas, niños y adolescentes no son ajenos a la violencia. Si recordamos los resultados de la Encuesta Nacional de Relaciones Sociales (Enares, 2019), el problema es más que evidente: el 78% de la población de 12 a 17 años fue víctima de violencia psicológica y/o física en el hogar, al menos, una vez en su vida, y el 68,5% sufrió violencia en el entorno escolar. Peor aún, el 58,5% de la población adulta justifica o tolera esa violencia.

Las consecuencias de esta situación están bien documentadas. Por ejemplo, Ogando y Pells (2015)Miranda (2016) reportan que la violencia experimentada por los niños y niñas a la edad de 8 años afecta su rendimiento a la edad de 12 años. 

El 78% de la población de 12 a 17 años fue víctima de violencia psicológica y/o física en el hogar".

Un análisis de datos del estudio Niños del Milenio también revela que la violencia del bullying (o acoso escolar) tiene efectos negativos en la adultez temprana: quienes lo padecieron a los 15 años presentan niveles más bajos de autoestima y autoeficacia (Pells, Ogando y Espinoza 2016).

Los niños y niñas peruanos están expuestos a diversas situaciones de violencia. Tanto en el hogar como en la escuela (Rojas, 2011Guerrero y Rojas, 2016), niñas, niños y adolescentes enfrentan agresiones físicas, simbólicas, psicológicas y también digitales (Sarmiento, 2024). 

Un estudio cualitativo titulado Prefiero que me peguen con palo (Rojas, 2011) muestra cómo estudiantes de una escuela pública urbana consideraban el castigo físico de los docentes preferible a una mala calificación. Esa percepción refleja una socialización violenta, donde se naturaliza el golpe como método educativo, especialmente en varones de educación secundaria. 

Otro estudio cualitativo de Guerrero y Rojas (2016) recoge las voces de niños y niñas, quienes describen cómo la violencia se manifiesta en el hogar, la escuela y la comunidad. Estos la percibían como “merecida” o “inevitable”, lo que refuerza su normalización. Además, señalan que, la violencia parece transmitirse intergeneracionalmente: padres que la sufrieron en su niñez son más propensos a ejercerla con sus hijos.

Un estudio reciente de Sarmiento (2024) examina el papel de las redes sociales en la ciberviolencia en relaciones sexoafectivas entre adolescentes de una institución educativa de San Juan de Lurigancho. El 41% de adolescentes encuestados reportó haber sido víctima de cibercontrol, mientras que el 17% sufrió ciberagresión sexual, una forma de violencia que afecta mayormente a mujeres adolescentes. 

Lamentablemente, estas prácticas se minimizan como “bromas”, y ello relativiza su gravedad. Y esto nos lleva a insistir en la pregunta: ¿cómo prevenir una violencia que ni siquiera se reconoce como tal?

 El 41% de adolescentes encuestados reportó haber sido víctima de cibercontrol".

Hoy, la violencia escolar no se limita al ámbito físico. Se expresa también en maltrato entre pares (físico y psicológico) y en redes sociales. Los adolescentes habitan mundos con códigos distintos a los de los adultos, pero en los que la violencia también está presente. 

Hablar de la violencia que enfrentan las y los niños, niñas y jóvenes adolescentes en sus escuelas implica también salir de estos espacios y ver lo que ocurre fuera. 

Sus identidades se estarían configurando en estos entornos físicos y virtuales marcados por esa violencia estructural que, desgraciadamente, reproducen discursos que promueven, no solo relaciones jerárquicas de poder entre hombres y mujeres, sino también la misoginia, como se muestra en la serie de Netflix.

 

No podemos solos

El problema es estructural. Las familias y las escuelas necesitan herramientas para ofrecer alternativas reales de contención y cuidado. Se requieren nuevas narrativas sobre nuestras relaciones que fomenten el pensamiento crítico, el cuestionamiento de roles de género y el reconocimiento de las desigualdades.

Frases como “a mí me pegaron y estoy bien” o “un jalón de orejas no le hace mal a nadie” revelan más de lo que aparentan: reproducen violencias heredadas que los adultos no siempre hemos tenido oportunidad de procesar. 

Incluso con la mejor intención, podemos terminar repitiendo aquello que nos hirió. ¿Cómo criar o educar desde el respeto si no fuimos criados con él? ¿Cómo contener el dolor de nuestras hijas e hijos si no hemos tenido espacios para sanar el propio?

Esta reflexión no busca culpar a los padres o madres ni eximirlos de su responsabilidad. La serie nos interpela con claridad: necesitamos ampliar la mirada y reconocer a todos los actores involucrados: familias, escuelas, comunidad y el Estado.

¿Cómo contener el dolor de nuestras hijas e hijos si no hemos tenido espacios para sanar el propio?"

Las soluciones no pueden ser exclusivamente individuales. ¿Qué apoyo real recibe una madre sola que trabaja todo el día? ¿A qué servicios accede una adolescente víctima de violencia sexual? ¿Qué formación reciben los docentes y directivos para acompañar a los estudiantes frente a estas situaciones? ¿Cuántas escuelas tienen personal formado en educación sexual integral con enfoque de género? 

Estas son preguntas urgentes, pero quienes están en el gobierno prefieren no incomodarse con ellas. En lugar de apostar por políticas de cuidado, acceso a salud mental y educación sexual integral con enfoque de género, se promueven discursos negacionistas y leyes regresivas, que, lamentablemente, van ganando terreno. 

¿Cómo sostener la idea de ciudadanía sin reconocer la violencia estructural que afecta la vida de niñas, niños y adolescentes?

 

El poder de las preguntas incómodas

La respuesta no está en prohibir celulares ni demonizar las redes sociales. Sería ingenuo. Es importante retrasar el ingreso a las redes sociales lo más que podamos, pero, una vez ahí, requerimos como adultos responsables de nuestras infancias, estar presentes y brindarles herramientas para transitar en ellas y acompañar a las y los adolescentes en su uso. 

Como dicen los creadores de la serie, esto no es algo que puedan hacer solo los padres y madres. 

Urge el diálogo, la escucha, el acompañamiento y el aprendizaje de lo que viven y experimentan. Entablar estos espacios con adolescentes no es fácil, pero nos corresponde darles herramientas para poder hacer frente a una cantidad abrumadora de narrativas violentas. 

Urge, además, que hogares y escuelas sean espacios seguros donde adolescentes puedan hablar sin miedo de esa información, donde la puedan cuestionar para formar pensamiento crítico, y donde los adultos comprendamos que nuestras acciones y omisiones también educan.

Urge el diálogo, la escucha, el acompañamiento y el aprendizaje de lo que viven y experimentan".

No basta con condenar la violencia en las leyes: se requiere voluntad política, inversión sostenida y una apuesta decidida por una educación integral de calidad con enfoque de género y derechos. 

Esa educación, lejos de dividir, promueve el diálogo y la construcción de una ciudadanía basada en el respeto y la empatía. Además, nos invita a cuestionar las estructuras de poder que hemos aprendido a ver como naturales, pero que en realidad son terreno fértil para la discriminación y la violencia.

Adolescencia no da respuestas, pero nos obliga a preguntarnos lo esencial. Es un espejo incómodo que nos desafía a repensar cómo protegemos y acompañamos a las nuevas generaciones porque lo que viven no es responsabilidad exclusiva del Internet o de las redes sociales. 

Es el reflejo de cómo acompañamos —o no— sus procesos de crecimiento, y de cuánto exigimos como sociedad que el Estado garantice sus derechos y los proteja de forma efectiva.

Editado por Norka Peralta

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