Es la hora del coraje y la imaginación

Es la hora del coraje y la imaginación
Marco Avilés

Periodista

Continúa la agitación social por la reciente vacancia presidencial y la toma del nuevo gobierno, con multitudinarias marchas de protesta que reúnen a distintos sectores. Las convocatorias enfatizan la participación de ciudadanos ante un momento de crisis nacional especialmente grave. El autor plantea que es hora de desbaratar los mitos que impiden entrar en política para limpiarla desde dentro.

Foto: Musuk Nolte.

Tres periodistas peruanos discutían hace un tiempo sobre uno de los grandes tabúes de mi generación. “¿Te meterías en política alguna vez?”, se preguntaban desde un programa radial que emitían desde Madrid, un exilio tan lejano como el mío, en Maine, un pequeño estado en el noreste de Estados Unidos. Era mediados del 2017 y entonces, como ahora, la política peruana parecía una serie policial al revés donde narcos, gángsters y carteristas, en lugar de ir a la cárcel, terminaban electos en el Congreso. 

Escuchaba el programa mientras conducía entre establos y granjas, en busca de agricultores que necesitaban ir al doctor. Entonces yo era un intérprete en este sector lejano del imperio, pero también un alma perdida en mi propio limbo existencial. Estaba físicamente en los Estados Unidos, pero, como el jinete sin cabeza de las historias de horror, mi mente se separaba del resto de mi cuerpo y se marchaba con frecuencia al Perú, vía Twitter, para empacharse de noticias y de pesimismo patrio.

En la radio, los periodistas enfrentaron la pregunta con el mismo ánimo con que atendemos asuntos de orden escatológico. Ese “¿Te meterías en política alguna vez?” sonaba a “¿Te beberías tu propia orina?”. 

-No, no, no.
-Nooo. Olvídate.
-NUNCA.


Las respuestas sonaban bastante lógicas. En un país cuyo Estado suele estar tomado por delincuentes, entrar en política es casi una invitación a embarrarte de mierda hasta las orejas. La política no es un trabajo ni un servicio ni un sacrificio. Es un suicidio por asfixia.

Cuando tienes una carrera propia (comerciante, periodista, obrero, científica, artista, empresario honesto, cocinero y etc.), entrar en política parece algo tan descabellado como abandonar la casa donde vives con comodidad para instalarte en la incertidumbre de la intemperie a cambio de un ideal. Un salto al vacío que preocupa a tus amigos y familiares. Sin embargo, cuando revisas las hojas de vida de la mayoría de políticos y políticas en el Perú, la conclusión general es que para estas personas el dilema jamás parece haber existido. 

Cuando te encuentras en ese amplio nicho que va desde ser un profesional de la mediocridad hasta un criminal, entrar en política no es arriesgar tu futuro ni sacrificarte sino la oportunidad perfecta de escalar y pasar de ser un “nadie” a ser un “nadie con poder y dinero”. La evolución es inmediata. Hay congresistas que, gracias a este sistema de superación personal a costa del erario público, pasaron de extorsionadores y matones a ser invitados frecuentes en los noticieros y diarios. Su negocio sigue siendo el crimen y la violencia, pero ahora usan traje y les pagamos todos con nuestros impuestos. La democracia está tan descompuesta en su favor que un don nadie puede perfectamente aventurarse al trampolín del parlamento y terminar, gracias al apoyo de colegas y secuaces, secuestrando la Presidencia del país.

No importa mucho a qué partido pertenece este tipo de políticos. No tienen ideología ni lealtad definidas y los vemos saltar de plataforma en plataforma como sapitos en día de lluvia: no están allí para servir sino para servirse. El éxito y supervivencia de su especie ni siquiera depende de estrategias ni de maquiavelismos individuales sino del talento colectivo para convertir las instituciones en lugares inmundos; piscinas de heces donde ellos nadan con alegría pero donde cualquier persona honesta sentirá asco de entrar o miedo de intoxicarse. Los políticos corruptos aseguran su existencia convenciéndote de que la política es sucia y que de ninguna manera puede ser un lugar mejor. O que no puede ser lo que tiene que ser: el espacio donde una persona da lo mejor de sí para el beneficio de todos.

 

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Foto: Musuk Nolte.

 

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En tiempos de memes y Tik Tok, y cuando la política parece un espectáculo engañoso que disfrutamos o sufrimos desde nuestro celular, muchas veces olvidamos que esta actividad es, en realidad, una épica colectiva donde participamos todos y todas. Hacemos política cuando votamos, cuando nos preocupamos, cuando nos indignamos, cuando nos da rabia, cuando nos organizamos, cuando salimos a protestar. Hacemos política incluso cuando decimos que no hacemos política. La inmovilidad es una opinión de conformidad.

El efecto que causa ver a nuestras instituciones en manos de corruptos es la sensación de fracaso nacional. El mérito es de los políticos y del sistema legal que ellos pervierten y aprovechan en su favor. Y parte también nos corresponde a todos. A quienes elegimos, a quienes son elegidos y también a quienes no nos atrevemos a salir de nuestra propia vida privada para dar la batalla, ya sea por miedo, desengaño, asco. O porque confiamos en que siendo buenos vecinos y padres o madres de familia o estudiantes o trabajadores que pagan sus impuestos ya es suficiente. 

Y no lo es.

La desconexión entre la ciudadanía y la política no es solo peruana. En los Estados Unidos de Donald Trump, donde se ha vivido un fracaso similar, la escritora Rebecca Solnit  se preguntaba hace unos años por qué, tras haber tenido como presidente a una persona como Obama, sus compatriotas no eligieron como su sucesor a alguien igual o mejor o no peor sino que pusieron en la Casa Blanca a un personaje de la farándula acusado de violación.

“Con Obama -escribía Solnit-, la gente puso su fe por completo en: ‘Oh, hemos elegido a este super humano mágico y maravilloso, y entonces nos iremos a casa y no haremos nada’. El movimiento que puso a Obama en el cargo fue tan poderoso que pudo hacer un cambio de verdad profundo, pero todos se marcharon a casa porque pensaron que él lo haría todo”.

Cosas feas ocurren cuando la ciudadanía olvida su actitud de vigilancia y participación. Gobernar un país es un asunto tan delicado que los ciudadanos y ciudadanas no deberíamos confiarles la tarea a ciegas a los políticos para luego cruzarnos de brazos. Con tantas decepciones acumuladas a estas alturas ya tendríamos que haberlo aprendido. En el Perú del año 2000, las peruanas y peruanos nos atrevimos a hacer política desde las calles y logramos que las mafias se replegaran y que muchos de sus integrantes fueran a la cárcel. Pero luego, como advertía Solnit, nos recluimos en nuestras vidas privadas creyendo que la democracia se iba a reformar solita. Y no fue así. Ahora lo sabemos. 

Sucesivas bandas aprovecharon el vacío y sus múltiples agentes nos robaron la política otra vez y la convirtieron en lo que ahora es: un muladar al que casi nadie que tenga un mínimo prestigio o espíritu de autoconservación quiere entrar. Esta barrera sanitaria es el principal activo de los políticos corruptos.

 

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Foto: Musuk Nolte.

 

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Romper el asco que produce la política no será fácil. Los tecnócratas, grandes propagandistas de sus propios servicios profesionales, han difundido durante décadas la idea falsa de que lo único importante para progresar es tener los números en azul. Que los ciudadanos debíamos limitarnos a consumir y pagar impuestos y que eso bastaría para que el país se desarrollase solito. Que no importaba quién gobernase con tal que el elegido o elegida mantuviera la economía andando. Y ya vemos cómo estamos. No supimos qué hacer con el dinero público más que dejar que se lo llevasen los corruptos. El ejemplo más patético transcurre en la ciudad de Lima: muchos alcaldes son bribones calculadores cuya habilidad más notable es lograr que nadie sepa qué hacen con la plata de todos. La ciudad crece sin planificación en un territorio paradójico donde es más fácil levantar un centro comercial que sembrar un árbol. Eso no es bonanza, sino una sofisticada versión del conformismo y la pobreza de siempre. Pero con más cemento.

En un país de 30 millones de personas, el ciudadano Manuel Merino Lama ha pervertido las reglas para lograr ser elegido Presidente con los votos de solo 105 individuos en el Congreso, la mayoría de ellos investigados o procesados por diferentes delitos. Su impopularidad es tan grande que parece una profecía. Viejas preguntas vuelven a surgir mientras la Policía de Merino masacra en las calles a los ciudadanos indignados. ¿Cómo rescatamos la política de esta miseria? Es difícil responder sin antes quedarse en silencio frente al espejo. ¿Cómo limpiamos el chiquero si no es rompiendo la propia apatía y el pesimismo? ¿Cómo esperamos que haya gente honesta representándonos si no estamos dispuestos a aportar nosotros mismos nuestra propia honestidad?

Quizá los científicos sociales puedan ayudarnos a traducir esta urgencia mirando menos las encuestas y más el horizonte que intentamos advertir los peruanos y peruanas más allá de los gases lacrimógenos. Mientras eso no ocurre, quizá nos ayude desmarcarnos del cliché individualista, de la apatía de los tecnócratas y de décadas de propaganda que intentaron convencernos de que las cosas son y serán siempre así. Quizá ahora más que nunca debemos atrevernos a mirar con otros ojos aquella pregunta: “¿Te meterías en política alguna vez?” La respuesta no tiene que expresarse necesariamente con el retórico "sí" (o “no”) frente al altar, sino con acciones conscientes y concretas, como las que exige defender lo que amas.

El remedio contra una clase política sucia y autoritaria siempre será una ciudadanía política llena de coraje e imaginación.


[Una versión anterior de este artículo apareció en el blog del autor]
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