Al despertar, lo primero que se oye es el escandaloso ruido de las piedras que golpean una plancha metálica. No importa que estemos a más de 200 metros del lugar de operaciones de un campamento minero en Mayaya, una comunidad en el bosque amazónico del norte de La Paz, Bolivia: el estruendo opaca el canto de las aves y el calmado avance del río.
Son las 5:50 a.m. del sábado 10 de setiembre. Aún está oscuro, pero ya retumban los motores de las volquetas que se forman en fila para recoger arena removida y, luego, llevarla hasta la cima de una colina artificial. La depositan para que una retroexcavadora la acomode en la máquina por la que caen las piedras sobre alfombras con gruesas cerdas de plástico, donde se queda, de a poco, el oro.
El trabajo en los campamentos mineros de Mayaya, en el municipio paceño de Teoponte, nunca para. Miles de obreros trabajan por turnos de 11 horas en gigantescas zonas de suelo estéril, que se abre paso como una enfermedad. Desde aquí se envenena el río Kaka, cuyas aguas, kilómetros más abajo y junto a otras corrientes, besan las orillas del Parque Nacional Madidi.
Los mineros trabajan para empresarios chinos, según sus propias declaraciones. Una asociación ilegal entre cooperativas bolivianas e inversionistas extranjeros —en su mayoría del gigante asiático— han hecho realidad esta devastación. La minería aurífera ha destruido la naturaleza en estas poblaciones y el impacto llega al Madidi, una de las áreas más importantes del mundo en biodiversidad. Cada día, miles de litros de agua con metales pesados y otros contaminantes tiñen los ríos que desembocan en esta área protegida.
LA PAZ. Maquinaria opera en un campamento minero por la noche, en Mayaya.
Unas cuadras al norte de la plaza central de Mayaya, atravesando un riachuelo rojizo y contenedores metálicos convertidos en viviendas, se encuentra Ernesto*, quien trabaja en la minería desde hace 12 años. Fuma un cigarrillo mientras vigila el trabajo de la maquinaria que derrumba una colina delante suyo. En la cima se han apostado unas gallinas, que ven curiosas lo que ocurre.
—A nosotros nos contrató la cooperativa. Así es la cosa, la cooperativa obtiene el permiso del Gobierno y le pagan al dueño de las tierras para trabajar aquí. Se gana más que en la ciudad, el sueldo más bajo estará por los 3.500 bolivianos, otros pueden ganar hasta 8.000 bolivianos, si operan máquinas.
Ernesto es de Cochabamba, y cuenta que Mayaya está poblado de extranjeros chinos, muchos de ellos indocumentados, que extraen kilos de oro sin dejar nada a cambio para las comunidades, más que destrucción.
—Pero Bolivia debe tanto dinero a China, ¿qué se les puede decir? —se pregunta.
En los últimos años, la República Popular de China se convirtió en el principal acreedor por préstamos bilaterales a Bolivia. Hasta fines de 2021 se le debía USD 1.311 millones por este concepto, una cifra que equivale al 10,3% de la deuda externa pública del país.
Un trabajador de una cooperativa minera de Mayaya cuenta que la zona está poblada de extranjeros que extraen kilos de oro".
—Los chinos se llevan todo y no dejan nada para el pueblo, pero el Gobierno no dice nada —cuenta un hombre que aceptó acercarnos en su camioneta hasta las inmediaciones de las áreas mineras.
Nos deja al lado de un sendero que se interna hacia el río. Tras diez minutos de caminata, delante nuestro se abre un paisaje desolador: el bosque ha desaparecido. En su lugar, cientos de colinas artificiales de piedra se extienden hasta donde alcanza la vista. Sobre algunas de ellas, se divisa a la distancia volquetas y tractores en movimiento.
Detrás de nosotros, por el mismo sendero, se acerca un hombre menudo con una camisa percudida, sandalias y una bolsa de mercado con una batea de madera para lavar oro de forma artesanal. Marcos* busca algo del mineral entre las sobras que dejan las grandes empresas. Tiene más de 40 años, es de Cochabamba, y llegó a Mayaya apenas hace una semana en busca de mejor suerte, pues en su tierra natal no encontraba trabajo.
Cuenta que recién pasó por Mapiri, otro pueblo minero en el norte paceño, a 66 kilómetros de Mayaya, y que allí ya no hay nada. La ribera del río se ha convertido en un desierto gris de piedras sueltas donde los buitres saltan en busca de basura o algún animal muerto.
Caminamos con él hasta uno de los campamentos mineros, donde está sentado Luigi*, un ingeniero que llegó hace un mes desde Santa Cruz de la Sierra para trabajar con una empresa china. Tiene un overol azul y hojas de coca acumuladas en el cachete derecho. Trabaja en medio de un lodo naranja, piedras, máquinas rugientes y desechos metálicos y plásticos. Con sus jefes habla por señas, pues ellos no entienden español. Cuando se entera que estamos haciendo un reportaje, nos pregunta:
—¿Saben ustedes si estas empresas pagan impuestos?
AMAZONIA. Comunidad San Miguel de Bala, en el Municipio de San Buena Ventura, La Paz.
Detrás de las cooperativas
Pasado el mediodía, partimos de Mayaya corriente abajo en una canoa a remo y observamos cómo las operaciones mineras se extienden por kilómetros a lo largo del río Kaka. En el trayecto chocamos contra algo que parecía el cable de una draga abandonada —unas embarcaciones equipadas con artefactos para extraer el oro, que en la zona usualmente son habitadas y operadas por ciudadanos chinos—.
Antes del anochecer, luego de más de cinco horas remando, vimos —apostado en la orilla derecha del río Kaka— un campamento de "poceros": el eslabón más bajo en la jerarquía minera.
Viven en tiendas armadas con troncos atados unos a otros con gomas de neumático, forradas con nylons azules sobre los que ponen hojas de palmeras resecas por el sol. Alrededor de sus tiendas han cavado zanjas poco profundas para que el agua se escurra por los costados, si llueve.
Su apodo, “los poceros”, proviene de su actividad: se dedican a extraer oro de los pozos que dejan las máquinas cuando detienen su trabajo por dos horas al día, gracias a un acuerdo alcanzado entre los mineros y las comunidades.
Cerca de la playa había apenas siete carpas. Más arriba, sobre una elevación de 20 metros, otra decena de ellas. Y, entre ambas hileras de magros campamentos, una “tienda de barrio” con un televisor, un foco y dos congeladoras que funcionaban con un motor, ya que allí no hay conexiones eléctricas.
CAMPAMENTO.Un grupo de "poceros", el eslabón más bajo en la jerarquía minera, extrae oro en las orillas del río Kaka.
El lugar se llama Catea, otra comunidad del municipio de Teoponte, donde la fiebre del oro está en uno de sus puntos más álgidos. El sitio está a nombre de una cooperativa, según los operarios que allí trabajan. Sin embargo, ellos mismos denunciaron que quien extrae el oro y vierte los desechos tóxicos al río es una empresa china, cuyo nombre no revelaron.
Los dirigentes de las principales federaciones de cooperativistas de minería aurífera de Bolivia reconocieron que esto se debe a acuerdos ilegales que hacen algunas cooperativas con empresarios extranjeros. Ramiro Balmaceda, presidente de la Federación Regional de Cooperativas Mineras Auríferas del Norte de La Paz (Fecoman), y Eloy Sirpa, presidente de la Federación Regional de Cooperativas Mineras Auríferas (Ferreco), manifestaron esto al ser consultados en el marco de este reportaje.
Así, la cooperativa obtiene entre un 25% y un 40% de las ganancias sin trabajar ni poner capital, y la compañía china se lleva el porcentaje restante (entre 75% y 60%) del valor del oro sin pagar impuestos, según detallaron dirigentes mineros, "poceros" y otros trabajadores de los campamentos visitados.
Estos arreglos se han convertido en una costumbre entre las cooperativas mineras. “Exactamente, hay evasión de impuestos”, admitió , Ramiro Balmaceda, de Fecoman. “Estos son acuerdos internos al margen de la ley”, dijo al ser consultado en un evento público en la ciudad de La Paz en el contexto de este reportaje.
El campamento está a nombre de una cooperativa, según los mineros. Sin embargo, sostienen que una empresa china se beneficia con el oro extraído".
El dirigente justificó estas acciones por la falta de capital de inversión de algunas cooperativas. “Ahí se aprovechan los chinos, colombianos y otros”. Su asesor económico, Ramiro Paredes, aseguró que el Gobierno está consciente de lo que ocurre.
Con este esquema —explicó Alfredo Zaconeta, investigador especializado en temas mineros del Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla)—, las empresas fantasma se liberan de pagar hasta un 37,5% de impuesto a las utilidades (IUE), un 13% de impuesto al valor agregado (IVA), un 3% de impuesto a las transacciones (IT), y hasta un 7% de regalías para las regiones donde operan.
Tras la fachada de una cooperativa, detalló el investigador, las regiones sólo reciben un 2,5% de regalías, y se espera que el Estado reciba, en un futuro, sólo un 4,8% de impuestos. Este último tributo es ínfimo en comparación a los impuestos que pagan otros sectores de la industria minera.
Dichos beneficios se basan, para el investigador Zaconeta, en “una política entreguista” de los recursos naturales. Con esas ventajas, “muchos optan por hacerse pasar por cooperativas, otros hacen acuerdos ilegales y la producción sale como si fuera de una cooperativa y no de una empresa”, añadió.
MUNICIPIO DE TEOPONTE. Panorámica de uno de los campamentos mineros en Mayaya.
Según datos del Ministerio de Minería y Metalurgia, al primer trimestre de 2022 el 99% del oro producido en Bolivia se registró como si hubiese sido producido por las cooperativas y sólo el 1% por empresas privadas. Sin embargo, estas cifras muestran contradicciones: “Cuando uno se fija en las concesiones [mineras] se ve un alto nivel de participación de empresas privadas. Pero, cuando uno ve el registro de la producción de oro, se ve que las cooperativas detentan casi el total. Eso hace pensar que algo está mal”, dijo Zaconeta.
Rastrear a esas compañías fantasma es una tarea casi imposible. Se sospecha que sus capitales están ligados a otras actividades ilícitas, como el narcotráfico. Distintas fuentes con amplio conocimiento del sector señalaron que éstas no están registradas en el país, sus transacciones se hacen en efectivo, sin dejar huellas en el sistema financiero, y su oro se vende en el mercado negro boliviano para sacarlo hacia el extranjero.
Intentamos conocer qué tienen que decir sobre el tema el Ministerio de Minería y Metalurgia y la Embajada de China en Bolivia. Desde la Embajada no hubo respuesta, pese a las distintas llamadas telefónicas y visitas que se realizaron a sus oficinas en la zona Sur de La Paz.
El Ministerio respondió a través de un documento lo siguiente: “No encontrándose dentro las atribuciones de esta cartera de Estado la administración de la información solicitada, se le sugiere acudir a las instancias correspondientes a los fines señalados”. Sin embargo, no se precisó cuáles son estas instancias.
En las concesiones hay alta participación de empresas. Pero, en el registro de producción, las cooperativas detentan casi el total", dijo Zaconeta.
Durante el viaje en bote desde Mayaya hasta unos kilómetros antes de la desembocadura del río Quendeque observamos gigantescos campamentos administrados por ciudadanos chinos a los costados de las orillas, así como dragas operadas por personas de esta misma nacionalidad flotando sobre las aguas. También vimos, aunque en menor medida, algunas dragas —les llaman planchones— operadas por extranjeros, aparentemente colombianos.
De acuerdo a información de la Autoridad Jurisdiccional Administrativa Minera (AJAM), en todo el recorrido desde Mayaya hasta Rurrenabaque —una pequeña ciudad del distrito del Beni— existen alrededor de 146 áreas mineras, de las cuales un 67% aún están en trámite y, técnicamente, todavía no pueden operar. Sólo un 23% de las áreas cuenta con contratos mineros y todos los documentos en regla para realizar sus actividades.
Sin embargo, sólo en una de las 146 áreas se registra el nombre de una empresa presuntamente asiática —Daozhong Zhang—, la cual aún está en trámites para conseguir un permiso de operación. Estos datos se contraponen a la decena de campamentos mineros, muchos de ellos administrados por ciudadanos chinos, observados durante nuestro recorrido en bote.
TIENDA. Un adolescente en el campamento minero de la comunidad Catea, en el municipio de Teoponte. Allí la fiebre del oro está en un punto álgido.
Cuando la noche cae en Catea, los tractores y las volquetas encienden sus faroles para que el trabajo siga en la oscuridad. La tarea continúa al amanecer y así, sucesivamente, hasta que se haya terminado el último gramo de oro.
En la “tienda de barrio”, administrada por un adolescente que tenía los ojos puestos en el televisor, compartimos cervezas con dos "poceros" y un tarijeño de unos 21 años que, al día siguiente, se trasladaría a otro campamento minero.
Este último trabaja como vigilante para la cooperativa. Desde una carpa instalada al frente de la máquina donde se extrae el oro, observa que nadie se lleve alguna pepita. Lo cambian de lugar con frecuencia para que no establezca ninguna relación con la gente de los campamentos. Es, en otras palabras, una medida de prevención ante robos.
La noche pasó con las historias de Edson*, un "pocero" de 40 años que comenzó como maderero a los 14. A lo largo de su vida, según contó, ha participado en inagotables fiestas donde derrochó el dinero que consiguió con la venta del oro, ha caminado días enteros por el monte en busca de yacimientos y, en 2014, estuvo en un enfrentamiento armado en Arcopongo (La Paz) donde se utilizaron ametralladoras y murieron tres personas por impactos de bala.
—Ahí vi matar a sangre fría. Así de una, vi morir delante mío, apuntar al otro y dispararle de frente. Al final tuvo que intervenir el Gobierno —contó el "pocero" con los ojos cristalinos.
Después de la medianoche, mientras alrededor de 30 "poceros" —entre ellos mujeres y niños— dormían en sus carpas de nylon, Edson se fue en busca de algunos gramos de oro río abajo.
Regresó antes del amanecer y durmió, tendido sobre un colchón debajo de una carpa en la orilla del río. Cerca del mediodía, se estiró y, con paso cansado, caminó hacia la corriente de agua con su plato de madera para lavar el oro que sacó en la madrugada: calculó dos gramos. En la tarde iría por más.
CATEA. Un "pocero" lavando escamas de oro en el fondo de una batea (arriba). Durante la madrugada extrajo dos gramos de oro (abajo).
Cuerpos que se llenan de mercurio
En setiembre de este año se difundieron nuevos datos sobre contaminación por mercurio en cinco pueblos indígenas de la cuenca del río Beni, en el norte del departamento de La Paz. Reportes anteriores ya daban cuenta de que una población, los esse ejja, tenía este metal en niveles muy superiores al límite considerado “sin riesgo” por la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por su sigla en inglés) de Estados Unidos. Este límite es de 1 parte por millón (ppm).
No obstante, un nuevo estudio de la Central de Pueblos Indígenas de La Paz (Cpilap) encontró que los integrantes de cinco pueblos indígenas que habitan el Madidi tienen niveles de mercurio alarmantes en sus cuerpos. Los tacanas (2,6 ppm), los uchupiamonas (2,5 ppm), los lecos (1,2 ppm), los esse ejjas (6,9 ppm), y los tsimane (5,1 ppm) son víctimas de la contaminación.
Como se ve, el pueblo esse ejja es el más afectado. Se presume que esto se debe a que su dieta depende principalmente del pescado. Al visitarlos en Eyiyoquibo —en las inmediaciones del Parque Nacional Madidi— constatamos que la comunidad carece de atención médica.
La posta sanitaria más cercana se encuentra en el pueblo de San Buenaventura, a unos 10 minutos en bote motorizado. Sin embargo, los esse ejja no suelen tener este tipo de embarcaciones y apenas tienen dinero para pagar transporte. Por eso, muchas veces no tienen forma de buscar ayuda.
En los últimos años, contaron, los ancianos han empezado a adquirir enfermedades, algunas mujeres de la comunidad han presentado convulsiones y se han registrado casos de niños que nacen con malformaciones. Muchos sospechan que esto se debe a la contaminación de sus ríos.
PROTECTOR. Marcos Uzquiano Howard, jefe de protección de la estación biológica, navegando en las aguas del río Beni.
Presencia china en la amazonía boliviana
Las orillas de los ríos de la comunidad Mayaya están convertidas en pedregales repletos de maquinaria de procedencia china. Hay volquetas Howo, de la empresa estatal CNHTC (China National Heavy Duty Truck Group Co.); maquinaria de LiuGong, otra empresa pública china, y de Sinotruk Group, que forma parte de CNHTC.
En las minas auríferas de esta zona de Bolivia también se ven motorizados Detank —una marca vinculada a la compañía china Zoomlion, cuyos directivos son miembros del PCC— y maquinaría pesada de Sany, otro gigante chino. Su presidente, Liang Wengen, uno de los hombres más ricos del país asíatico, manifestó su lealtad incondicional al PCC con declaraciones como: “Mi propiedad, incluso mi vida, le pertenecen al partido comunista”.
Por último, Shantui, una sociedad anónima de propiedad estatal líder en la fabricación de bulldozers a nivel mundial, también tiene motorizados en estos espacios depredados.
Las dragas de la zona, usualmente, son operadas y habitadas por ciudadanos chinos".
La presencia china no sólo se evidencia en la maquinaria que trabaja sobre tierra firme, sino también en las dragas que flotan sobre el río y sus operarios. En el trayecto de 54 kilómetros entre Mayaya y el encuentro con el río La Paz, hay alrededor de 20 de estas estructuras color óxido que funcionan casi a todas horas.
Durante el recorrido, subimos a una de estas naves para conversar con sus trabajadores, pero no tuvimos suerte: no hablan ni un ápice de español y sólo se comunican por señas.
A cada lado de la draga había colchones bajo mosquiteros donde se podía ver dormir a algunos de ellos, aparentemente esperando su turno para trabajar. De pie sólo se encontraban tres, que ante nuestra presencia huyeron hacia una cocina, donde tenían una hornilla a gas y varios six packs de Coca Cola. Nos observaban, como esperando algo malo.
Lo único que se nos ocurrió fue hacerles una señal para beber agua y rápidamente levantaron su caldera tibia y nos llenaron una botella. No aceptaron ni siquiera una moneda a cambio y esperaron, nerviosos, a que nos fuéramos en nuestra canoa, apostada a un costado de la draga.
DRAGAS. En el trayecto de 54 kilometros entre Mayaya y el encuentro con el río La Paz, hay alrededor de 20 de estas estructuras.
Las jerarquías del oro
El pasado 11 de setiembre, Sergio* estaba sentado en una banqueta de madera debajo de un techo de calaminas sostenido por troncos, a unos 200 metros de las carpas de los "poceros", sobre un suelo muerto anaranjado y en medio del ruido constante de la maquinaria. Llegó a Catea en junio, para trabajar en uno de los campamentos mineros a cargo de ciudadanos chinos que abundan en la zona.
Antes se dedicaba al turismo en Rurrenabaque, a poco más de 100 kilómetros de Mayaya. Pero al inicio de la pandemia se quedó sin ingresos y tuvo que buscar mejor suerte para sostenerse y pagar los estudios de su hija menor.
Cuando lo encontramos, al caminar por el campamento minero, Sergio conversaba con un joven de overol que se movía distraídamente.
—¡Un profesor tiene sueldo seguro!... Vacaciones, aguinaldo, seguro de salud, cada mes le pagan. ¡Eso tienes que hacer! Por eso, tienes que estudiar. Para no estar jodido como ahora —le decía al joven.
Su interlocutor sonreía calladamente, oscilando el pie en el aire, pasivo ante el sermón.
—A mí me pagan 100 bolivianos por día. Si al dueño le gusta mi trabajo, me da bonos después de un tiempo. El chino te mira, siempre está “ojo al charque” [bien atento]. Pero trabajamos 11 horas diarias, en turnos. Aquí no hay descanso, es de lunes a domingo, sin fines de semana, ni vacaciones, ni año nuevo.
Sergio nos recordó los estratos sociales y los roles en el mundo minero. Los cooperativistas que figuran en los papeles como los responsables del área minera también pueden tener acuerdos con los verdaderos propietarios del terreno, a quienes le pagan una renta.
Por detrás están las empresas fantasma, en su mayoría chinas, aunque también las hay colombianas y bolivianas, según explicó. Los empleados suelen ser bolivianos, excepto en las dragas, donde hay más chinos. Y, en último lugar, están los "poceros".
—Yo me pregunto “¿cómo los chinos se están llevando todo? ¿Acaso dejan algo aquí? ¿Acaso pagan algún impuesto?” —divagaba Sergio, quien esperaba volver pronto al turismo en Rurrenabaque.
ORIGEN CHINO. Maquinaria de marcas asiáticas operan en un campamento minero en Mayaya.
Los indígenas, nuevos guardaparques
—Sí, es complicado ir contra la corriente para proteger esto que ves a tu alrededor. Pero lo peor que puedes hacer es quedarte de brazos cruzados —dice Marcos Uzquiano Howard, de 46 años, quien desde hace un año es jefe de protección de la Estación Biológica del Beni, pero cuyo corazón aún permanece en el Madidi, ese parque nacional al que nos dirigimos en canoa.
El cielo está oscuro. Pero no son nubes las que lo cubren, sino humo por la quema de bosques para extender la ganadería y la agricultura, otro de los problemas que enfrenta la Amazonia. Marcos va en la parte posterior de la canoa, dando las instrucciones para mover los remos, mientras cuenta cómo empezó su historia de amor, lucha y decepción con el parque donde pasó buena parte de su vida.
GUARDAPARQUE. Marcos Uzquiano Howard en la noche, a orillas del río Quendeque.
A principios del siglo, Marcos se encontraba en su tierra natal, San Buenaventura, al norte de La Paz y frente al pueblo beniano de Rurrenabaque. Tenía 23 años y estaba inscrito en la carrera de Contaduría en la universidad, pero era verano y gozaba de sus vacaciones junto a su familia. Una tarde soleada estaba debajo del coche de su hermano, ayudándole a repararlo, cuando alguien pateó la llanta.
—Salí y vi a un hombre que parecía un vaquero. Tenía lentes oscuros, sombrero de ala ancha, botas largas y bigote. Me preguntó si quería unirme a los guardaparques como voluntario. Yo acepté de inmediato, aunque ni me pagaran —recuerda.
Pasaron dos décadas y a Marcos lo cambiaron de puesto por presiones de los mineros auríferos, quienes molestos por sus reclamos constantes, exigieron su salida. Desde su nuevo cargo, sigue denunciando el avance minero sobre el Madidi, pero sabe que la autoridad de un guardaparque es cada vez más débil.
MARCOS UZQUIANO HOWARD. El guardaparques observa los ríos Beni y Quendeque (arriba). Áreas con minería cercanas al Parque Nacional Madidi.
—En estos últimos años la minería se nos vino encima. Ya no recibimos apoyo del Sernap [Servicio Nacional de Áreas Protegidas] ni del Ministerio de Medio Ambiente. Las acciones que realizamos contra la minería ilegal son un saludo a la bandera: los mineros nos dicen que hagamos lo que tengamos que hacer porque, de todos modos, todo ya está arreglado allá arriba. El Sernap es cómplice —dice un guardaparques del Madidi que prefiere mantener su nombre en reserva.
En diversas declaraciones públicas, funcionarios del Sernap sostuvieron que hasta la fecha no se autorizó ninguna operación minera dentro del Madidi, aunque reconocieron que “muchas cooperativas” operan en áreas protegidas sin licencia ambiental. Sin embargo, un acta de reunión entre directivos del Sernap, AJAM y dirigentes mineros del 13 de setiembre del año pasado, a la que se accedió para este reportaje, comprueba los acuerdos alcanzados para “viabilizar” trámites de áreas mineras en zonas protegidas.
Sólo hay un último obstáculo para que los mineros invadan por completo el parque nacional: las comunidades indígenas. Estas últimas se han convertido en los nuevos guardaparques. Al parecer, las únicas que detienen el avance de su actividad.
Esto no ocurrió al otro lado del parque, en los municipios de Apolo y Pelechuco, donde los mineros auríferos convencieron a las comunidades indígenas, ofreciéndoles riquezas a cambio de naturaleza; asfalto y concreto en reemplazo de sus gigantescos bosques.
Allí, la minería ha prevalecido y ya comenzó su destrucción. “Ya están adentro. Están en el río y en las plataformas. Aquí, igual han comenzado a ingresar las empresas camufladas”, dijo el guardaparque anónimo. “Por lo menos allá, donde ustedes estuvieron, las comunidades se ponen más fuertes”.
Los mineros cooperativistas saben que lo que hacen daña el medioambiente, pero minimizan el impacto. Sus dirigentes afirman que generan empleo y desarrollo en las poblaciones donde llegan con sus máquinas y su mercurio. Y, cuando se les pregunta sobre su ingreso a áreas protegidas, argumentan que allí ya había gente mucho antes de que el lugar se declarase como una zona donde no se pueden hacer actividades extractivas. Que esas comunidades tienen derechos preconstituidos para hacer minería.
Desde el sillón de su despacho en el centro de San Buenaventura, el alcalde Luis Alberto Alipaz, lamentó el avance de esta actividad.
—No hay dónde quejarse porque el Gobierno los apoya, dan permisos, y el que se mete con ellos termina con procesos o muerto.
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*Los nombres de algunas personas fueron modificados para proteger su identidad.