Un grupo de vecinos está al lado de un camión cisterna. Hablan a toda voz, se muestran inquietos o impacientes. Bajo el sol del mediodía, en la falda de uno de los cerros de Los Álamos, asentamiento humano alejado en San Juan de Lurigancho, hay señoras y señores de la tercera edad, madres treintañeras y padres cuarentones, adolescentes flacuchentos y risueños, niños que parecen no entender nada. Todos ellos esperan que empiece a brotar, de la manguera gruesa como la trompa de un elefante, el chorro de agua. Han traído sus baldes de limpieza, bateas para lavar ropa, bidones de agua mineral, tinas para bañar bebés, ollas inmensas. De repente, comienza la danza.
—¡Deivi, ahí sale el agua! ¡Pon el balde, hijo, pon, pon! —grita una mujer a un chiquillo de pelos parados, que intenta colarse dentro del tumulto.
—¡No se amontonen, por favor! ¡Mantengan su distancia, siempre manteniendo su distancia! —reniega uno de los dirigentes del barrio, que ha tomado la manguera en sus manos.
Quienes terminan de llenar sus recipientes, salen de la aglomeración tambaleando. Entran con ímpetu los que llevan las manos vacías. La manguera se desliza de un lado a otro, salpicando los cuerpos y las pistas. Alrededor los perros corretean y ladran. Los gallos, desde las casas, cacarean. Es como mirar una coreografía improvisada, en la que nadie se sabe los pasos.
—¡Señores, no se amontonen! —insiste el dirigente, sin perder la calma.
Los vecinos tratan de ordenarse, pero más apremia el deseo de ver sus vasijas llenas. Son más de 500 familias, según sus dirigentes, y llevan cinco días sin recibir agua en sus casas. Más de 120 horas sin poder bañarse de cuerpo entero, lavar bien las verduras para sus comidas, asearse las manos luego de andar en la calle, darle de beber a sus hijos todo lo que pidan.
APOYO. Los vecinos del asentamiento humano Integración Solidaridad y Progreso cargan el agua juntos hasta sus casas, pues los mototaxis no llegan a muchas de ellas.
EN FAMILIA. Abuelos, madres, padres e hijos se reúnen durante la distribución de agua.
PODER FEMENINO. Como sus maridos salen a trabajar durante el día, muchas mujeres deben cargar por su cuenta los pesados recipientes llenos de agua.
El sábado 4 de setiembre, mientras se probaba el nuevo sistema de alcantarillado de San Juan de Lurigancho, ocurrió un aniego en el cruce de Próceres y Tusílagos, dos avenidas importantes del distrito. Una buena cantidad de aguas residuales —esas que se eliminan desde las casas al cocinar, lavar, bañarse, jalar la cadena del inodoro— terminaron dentro de unas cuantas casas y negocios.
Los problemas de estos vecinos con el agua no son una novedad: en enero de 2019 ocurrió una inundación muy grave en la misma zona, debido al colapso de un colector —el conducto que recibe las aguas residuales y las lleva a otras zonas—. Aquella vez el daño se produjo mientras reparaban unos forados —hundimientos— en las pistas. ¿El resultado? Más o menos 2.000 personas resultaron damnificadas.
Esta vez, el Servicio de Agua Potable y Alcantarillado de Lima (Sedapal) anunció que cortaría el suministro de agua potable durante una semana, no debido a la inundación, sino para terminar los trabajos de conexión de la antigua y la nueva red de alcantarillado. El gerente general de la empresa, Richard Acosta, aseguró en distintas entrevistas que todo eso se estaba haciendo “por un bien mayor”.
Sin embargo, el viernes pasado —a dos días de que se cumpliera el plazo programado para restablecer el servicio— Sedapal anunció que el corte se extendería hasta esta semana. En un breve comunicado explicaron que el aplazamiento se debía a la necesidad de instalar una compuerta. Esta medida afecta a unas 450.000 personas del distrito más poblado de la capital (1’203.000 habitantes, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI).
OjoPúblico intentó comunicarse con el gerente general de Sedapal, para indagar en las causas y responsabilidades de este nuevo problema. Sin embargo, el funcionario canceló la entrevista a último momento y el área de prensa de la empresa indicó que este no daría más declaraciones hasta que terminen los arreglos.
Los problemas de los vecinos con el agua no son una novedad: en enero de 2019 ocurrió una inundación muy grave en la misma zona".
Es la segunda vez que un camión cisterna visita Los Álamos desde que comenzó el corte. Luego de casi una hora de correteos, todo ha terminado. Solo quedan los suelos húmedos y un poco de agua empozada como rastros. Afuera de una casa, unas cuantas mujeres conversan: que seguro el próximo recibo de agua traerá la misma tarifa de siempre, que la empresa es abusiva, que a las autoridades no les importa. Se acerca un señor de ojos claros y barriga abultada: Elías Zamora, el secretario general del barrio.
—Domingo van a traer otra cisterna más —le dice a las señoras.
—¿Domingo? ¿Hasta el domingo nos va a durar el agua? —pregunta una de anteojos y chompa roja.
—Estamos miércoles, Elías, miércoles, jueves, viernes ―cuenta otra, con sus dedos―. Hasta el domingo no va a alcanzar.
“Nosotros mismos, los de la comitiva, hemos ido hoy temprano, en la madrugada, a pedir agua a Sedapal―diría Elías Zamora, minutos después, a este medio―. Porque queremos contribuir con los vecinos trayendo su líquido elemento. Puede faltar la luz, puede faltar otras cosas, pero menos el agua”.
Distintos dirigentes barriales de San Juan de Lurigancho, como Zamora, se han organizado para reclamar la distribución gratuita de agua hasta los sitios más apartados. La pelea de San Juan de Lurigancho por este recurso es antigua y emblemática. Uno de los capítulos del libro “Vivienda popular: autoconstrucción y lucha por el agua” cuenta cómo Canto Grande, una de las localidades principales del distrito, emprendió una cruzada enorme, a inicios de los ‘80, para lograr tener agua en sus viviendas. Durante cuatro años, realizaron tres marchas de protesta que convocaron de 5.000 a 10.000 manifestantes.
Durante este último corte del servicio, Sedapal ha dispuesto 67 puntos fijos de abastecimiento en todo el distrito y tiene más de 100 camiones cisterna que reparten agua potable en los lugares de difícil acceso. También están habilitando el servicio, por horas, en algunos sectores. Sin embargo, no es suficiente para tanta demanda.
—Vecino, vecino ―se acerca una anciana chacchando coca, con una bolsa de mercado al hombro―. Allá arriba ¿cuándo va a llegar el camión? No va nadie, el otro día yo no más subí dos baldecitos.
La mujer se queda con el brazo extendido, apuntando hacia lo alto de uno de los cerros. Hay, ahí, grupos de casitas pequeñas, apostadas sobre rocas y caminos abiertos por las mismas personas. Su barrio se llama Fortaleza y no pertenece a Los Álamos. Por eso, le explican Elías y las demás mujeres, son sus propios dirigentes los que deben pedir ayuda.
—Tú líder tiene que ir a reclamar, mamita.
—¿Al dirigente le tengo que decir, entonces?
La anciana mira a unos y otros desconcertada.
—Ya me voy, voy a llegar tarde a mi trabajo —dice como resignada.
Luego, da las gracias y se aleja caminando apresurada.
AGLOMERACIÓN. Las ganas de llenar los baldes de agua son más apremiantes que los cuidados de distanciamiento físico o uso de mascarillas, necesarios durante la pandemia.
Una cadena de responsabilidades
Llegar hasta la casa de Umbelina Antesana puede tomar un par de minutos y otros tantos tropiezos para un caminante poco entrenado. Durante el ascenso, hay que saber dónde pisar, cómo balancear el cuerpo, en qué piedra pararse a descansar. La ama de casa de 40 años conoce el camino con todos sus trucos y mañas. Lleva más de una década aprendiendo a no caer, a no rasparse las rodillas o los brazos por un resbalón. Pero ni siquiera ella, después de toda su experiencia, está preparada para subir por una escalera tan empinada, cargando baldes de agua.
—Un ratito voy a esperar que el sol baje para ver si puedo llevar mis baldecitos —dice Umbelina, quien llegó a San Juan de Lurigancho, desde Huancavelica, hace 18 años. Detrás de ella hay cuatro baldes de agua.
Vive con sus hijos de 7 y 14 años y su marido, en la ampliación de Los Álamos: un barrio en medio de los cerros, poblado por casas de madera, triplay o de ladrillos a medio construir. La mayoría no cuenta con un buen servicio de agua y desagüe. Donde Umbelina Antesana, solo hay un pozo séptico y un caño ―abastecido por la red pública y por el que apenas sale un hilo de agua― en una habitación oscura que funciona como baño, lavandería y depósito.
—Creo que mejor le voy a pedir ayuda a mi vecino —decide Antesana.
Al rato, aparece un muchacho en chancletas. Agarra dos baldes y comienza a subir por las escaleras de piedra con una agilidad sospechosa. Más atrás, Umbelina empuña un solo recipiente e intenta seguirle el paso, sin mucho éxito. Para hacer equilibrio y contrapeso, abre ambos brazos hacia los lados, como si imitara a un avión. Mientras sube las gradas, paso a paso, empieza a sudar. Su respiración se acelera y aprieta los labios con fuerza. El gorrito rojo, que lleva en la cabeza, parece un adorno que no la protege de los rayos del sol, cada vez más intensos. La subida dura cerca de ocho minutos.
—Me he fajado mi barriga, mi mamá me ha dicho que me cuide ―cuenta Umbelina―. Yo soy cesareada y también soy diabética. Creo que me dio la diabetes por la preocupación que tengo por mi hijito menor, él es autista.
El corte masivo de agua en San Juan de Lurigancho ha afectado mucho más a los vecinos como Umbelina Antesana, quienes viven en lo alto de los cerros y no cuentan con un sistema adecuado de agua y, menos aún, de desagüe.
COMPLICIDAD. Umbelina Antesana y su hijo menor, Matías. El pequeño de siete años tiene autismo severo. La familia vive en lo alto de la ampliación de Los Álamos.
VACÍOS. En la casa de la familia Prudencio, en el asentamiento humano de Las Flores, casi ninguno de los recipientes tiene agua.
ESPERANZA. Umbelina espera que su niño por fin obtenga el carnet de discapacidad severa del Conadis, lo cual le ayudará a tener ciertos beneficios del Estado.
De acuerdo con información del INEI de 2017, alrededor del 80 % de la población de San Juan de Lurigancho se abastece de agua potable a través de la conexión a la red pública dentro de la vivienda. El 7 % lo hace fuera de la vivienda pero dentro de la edificación; 6 %, desde pilones o piletas de uso público; 6 %, desde camiones cisterna; 0,5 % con conexiones a través de sus vecinos y 0,1 % a través de pozos o agua subterránea. Pero incluso las personas del primer grupo —aquellas que tienen agua dentro de sus casas— pueden padecer problemas graves con la calidad del servicio. Ese es el caso de Umbelina Antesana y su familia.
En el incidente que ha ocurrido en San Juan de Lurigancho, según el sociólogo Adrián Aiquipa, investigador asistente de Urbes-Lab y especialista en temas urbanos, hay una responsabilidad compartida: el embrollo se remonta hasta la construcción del tren eléctrico de Lima.
“Como una parte de las vías debía pasar por la zona donde estaba el antiguo recolector de aguas residuales del distrito, este se movió a otro punto. El nuevo recolector se averió en enero de 2019, se reparó y se propuso una solución definitiva: la construcción de un sistema alterno de emergencia”, explica Aiquipa. En otras palabras, se crearía un nuevo sistema de alcantarillado en el distrito.
Después de más de dos años, la obra recién está concluyendo. El sábado 4 de setiembre, mientras se la probaba e intentaba hacer un empalme con la red de alcantarillado ya existente, ocurrió el aniego de varias casas y negocios.
Entonces, sostiene Aiquipa, no solo se trata de un error de Sedapal al momento de probar la nueva red de alcantarillado, sino también de una negligencia de la empresa que construyó el tren y provocó todos los problemas siguientes.
El 79,6 % de la población de San Juan de Lurigancho se abastece de agua potable a través de la conexión a la red pública".
Para Kelly Gómez, geógrafa miembro de Eco-razonar, aún no se puede asegurar la responsabilidad de Sedapal en lo que ha ocurrido, pues no hay ningún informe concluyente sobre el asunto. Sin embargo, en su opinión, no se debe ignorar el papel que esta empresa jugó en el accidente anterior, en 2019. “Sedapal sabía que ese aniego iba a ocurrir y no avisó ni hizo nada para prevenir a la población”, dice.
Un informe técnico del Colegio de Ingenieros, de mayo de ese año, indicó que el problema empezó con una obstrucción en el colector. Sin una solución a tiempo, las complicaciones fueron aumentando a lo largo de varios días. “El aniego pudo haberse evitado y, cuando se tornó inevitable, debió alertarse a la población en situación de riesgo, lo cual pudo hacerse con varias horas de anticipación”, se lee en el documento.
Además, otro informe del Ministerio de Vivienda Construcción y Saneamiento determinó que hubo un “ocultamiento a la información por parte de Sedapal y Acciona [una de las empresas contratistas que realizó parte de los trabajos] durante el periodo de intervención”.
Ante el nuevo aniego, la Superintendencia Nacional de Servicios de Saneamiento (Sunass) empezó una fiscalización a Sedapal, para determinar si ha incumplido con sus obligaciones en la prestación del servicio. Y la Contraloría ha acreditado comisiones para identificar a los responsables de este accidente en el distrito más poblado de la capital y el país.
Lejos de estas discusiones, en su casa de la ampliación Los Álamos, Umbelina Antesana está en cuclillas, lavando las medias de su hijo Matías, en un pequeño balde. Un foco pequeño ilumina débilmente la habitación: luz y agua son anhelos esquivos. El agua del lavado con detergente y jabón, Umbelina la usará luego para el inodoro, para limpiar los pisos o regar sus plantas. En su casa el agua no se usa, se recicla.
―Aquí vivimos pobremente, lo digo sin vergüenza ―explica mientras refriega la ropa―. Qué se puede hacer cuando no se tiene. Algún día me mudaré.
El único caño de su casa, que está en un lavamanos pequeño y un poco desnivelado, lo tiene hace apenas unos años. Desde allí, saca agua en baldes hacia su cocina. O en bateas hasta una de las habitaciones, para asear a Matías.
―Ya no usa pañales desde el año pasado. Está aprendiendo a ir al baño ―cuenta―, pero a veces se olvida y se hace popó.
Matías ―un niño de pelo negro azabache y mirada inquieta― está rondando por la casa, sonríe y cuando se emociona lanza como una especie de aullidos emocionados.
Umbelina tiene mucho por decir y lanza sus frases una tras otra, como quien piensa en voz alta. Cuenta que, por ahora, está muy pendiente de que su hijo no se ensucie, así no tendrá que lavarlo y agotar sus reservas. También dice que tiene su Seguro Integral de Salud, porque es población de extrema pobreza. Luego, se queja de que a Matías aún no le dan el carnet amarillo del Conadis. Le han contado que si lo consigue le darán un poco de platita para alimentarlo. Dice que su esposo se ha ido a Piura porque su suegra tiene cáncer. Y que extraña a sus papás. Ellos están en Huancavelica, pero no la visitan muchos días porque no aguantan vivir como su hija, casi sin agua.
El acceso desigual
Jesusa Ramírez, anciana de Ayacucho, repite varias veces, como un conjuro:
―El agua lo cuidamos como oro, como oro.
En el asentamiento humano 24 de junio, en San Juan de Lurigancho, el agua llega a través de pilones. Son unos caños resguardados dentro de unas pequeñas cajas de cemento. Desde allí, con mangueras de todos los tamaños, los vecinos llenan sus baldes y tinajones una vez por semana. Pero, antes, deben avisar a quien tiene la llave de la puerta del pilón. Porque el agua en 24 de junio no se obtiene solo abriendo una palanca, sino también un candado.
―Esto nomás nos queda, mire, para que vea que una no miente ―dice Jesusa y señala una tina azul, que está casi vacía ―eso es lo que tenemos desde hace más de una semana.
En todos estos días, Jesusa y su hija, Evelyn, no han ido a buscar agua. Están aguantando con lo que ya tenían acumulado. Dicen que el reservorio de Sedapal queda muy abajo, allá en la avenida, y que a ellas no hay quien las ayude a cargar el peso. Que el mototaxi cobra uno, dos, tres soles, según el peso que transporta. Los camiones cisterna no han llegado ni una sola vez hasta ese rincón empolvado.
“Lo que pasa en Lima es una profunda desigualdad de acceso al agua y se ha normalizado e interiorizado. Esa interiorización pasa por toda la sociedad, incluso por los funcionarios de Sedapal ―explica Mariel Mendoza, socióloga y magíster en Gestión Pública de los Recursos Hídricos de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP)―. En su burocracia prevalecen prejuicios que justifican las diferencias para darle más o menos agua a la gente”.
MENÚ. Evelyn Gutiérrez, madre de cuatro niño, cocina unos fideos con una presa de pollo. No puede hacer mucho más si no tiene agua para lavar los alimentos.
LAVANDERÍA. Karina Vidaurre, joven madre de familia del asentamiento humano Santa Rosita, aprovecha para lavar la ropa de su bebé con la poca agua que le queda.
El acceso al agua potable en Perú es, como dice la socióloga Mendoza, desigual. De acuerdo al boletín Formas de Acceso al Agua y Saneamiento Básico del INEI, entre mayo de 2019 y abril de 2020, 29’525.000 peruanos (90,8 %) accedía a agua para consumo humano desde la red pública. Sin embargo, los porcentajes decrecen según la zona. El 94,8 % de la población del área urbana tiene este servicio. En el área rural, el 76,3 %.
¿El acceso al agua por la red pública es equitativo? Tampoco. Entre mayo de 2019 y abril de 2020, 27’837.000 personas, es decir el 85,6 % de peruanos, tuvieron agua todos los días de la semana. Y, de nuevo, hay distinciones de acuerdo al lugar: en el área urbana 89,9 % de gente tiene agua todos los días, mientras en el área rural lo hace el 69,9 %.
El número de horas al día en el que una vivienda tiene acceso al agua es otra forma de comparar quiénes tienen más y menos de este recurso. El 56,2 % de la población que consume agua de la red pública la tiene 24 horas del día, mientras que 28,6 % accede por horas.
En Perú, además, aún hay una gran cantidad de gente que no tiene acceso al agua por la red pública: casi el 9 % de peruanos. De estos, 1,2 % se abastece por camión-cisterna; 1,6 %, por pozo; 3,5 % con un río, acequia o manantial, y 2,8 % de otras formas. En el área urbana, el 5,2 % de la población no tiene acceso a agua por red pública. En el área rural, el 23,7 % de las personas carece de este servicio.
En Perú, el 9,2 % de las personas no tiene acceso al agua por la red pública, según los reportes del INEI".
Evelyn Gutiérrez, la hija de Jesusa, cría a cuatro niños: Jorge, Ana, Mía y Elio. Tienen entre 1 y 11 años, tres de ellos estudian en el colegio. Los pequeños están jugando, hacen bulla, se pelean.
Hace unos días, Evelyn tuvo que lavar la ropa de sus niños, pues se ensucia rápido.
―Solo la saqué y las metí, como quien las enjuaga nomás ―dice y muestra el balde con el agua usada.
Después, se pone a cocinar macarrones con huevo sancochado en una cocina a leña. En una sartén con aceite, echa una sola pierna de pollo para los cuatro niños. Dice que no puede hacer más si no tiene agua para lavar los alimentos.
Mariel Mendoza, socióloga de la PUCP, considera que esta es una oportunidad para cuestionar el sistema de abastecimiento de agua y desagüe peruano y pensar en nuevas alternativas. “Necesitamos una discusión seria sobre el abastecimiento del agua. Pensar, por ejemplo, en las PTAR [plantas de tratamiento de aguas residuales] pequeñas. En Corea del Sur, están debajo de los parques, aprovechan el agua para áreas verdes”, explica.
La geógrafa Kelly Gómez, miembro de Eco-razonar, hace reflexiones similares. “Nosotros vivimos en un sistema tipo red, ¿qué significa eso? Que tienes un montón de viviendas que están interconectadas por tuberías que llevan aguas residuales a un recolector. Eso genera una gran dependencia”, sostiene.
INDIFERENCIA. Vista desde la casa de los Prudencio, en el asentamiento humano Las Flores, adonde no han llegado los camiones cisterna durante estos días.
LIMPIEZA. La señora Prudencio, migrante de Cerro de Pasco, dice que le gustaría volver a su ciudad natal. Allá sí tiene agua a libre disposición.
Además, para Gómez, el que no se hable de otros sistemas no colectivos, como pozos sépticos o sistemas de desagües por barrios, tiene un trasfondo político. “Estos no son proyectos millonarios, a diferencia de las redes que implican sistemas de construcción, reparación y mantenimiento ―dice Gómez―. Es un nicho para la corrupción, no solo en Perú, sino en muchos países”.
Tras una semana sin agua, Jesusa, su hija Evelyn y tres de sus nietos han bajado a llenar sus baldes hasta una avenida cercana.
―Varios hemos bajado, para subir así de poquito en poquito ―cuenta Jesusa―. Su voz siempre suena como si estuviera entonando una canción triste.
El mototaxi los ha dejado a mitad del camino, ningún vehículo puede subir a las alturas escondidas de 24 de junio. Entre toda la familia, han debido jalar el balde hasta las puertas de sus casas.
―Dice que ya no va a venir el domingo el agua ¿no? ¿cuándo será pues que volverá?
Jesusa Ramírez acepta que ya se acostumbró a no tener caños, ni lavaderos, ni duchas. A ver cómo sus recipientes se van secando, día tras día.
Alguna vez hubo un tiempo mejor. Fue cuando vivía en Ayacucho. Más precisamente en Puquio, en la provincia de Lucanas. Allá sí hay un montón de agua, dice, allá nunca falta. En casa de su madre tienen varios caños y pasa un río más abajo.
Pero Jesusa quiso venir a Lima, eso fue hace más de 30 años. Quería conseguir un mejor trabajo, una buena casa. Luego, se casó, tuvo sus hijos, tuvo nietos. Ahora vende recipientes de plástico, los mismos que emplea en su vivienda para reservar el agua, en uno de los mercados del distrito.
―Algún día me gustaría volver a tener agua ―dice la mujer, con firmeza― algún día, por qué no.
ESFUERZO. Umbelina Antesana emprende la subida a su casa, alzando dos baldes llenos de agua. Más adelante, un par de vecinos la ayudarán a subir hasta lo más alto.
Fotos: Marco Garro / OjoPúblico