Las vidas de los adultos mayores y sus luchas contra el virus en una de las zonas más pobres de Lima.
Un año de pandemia en el país ha vuelto más profundas las grietas de precariedad en la que ya vivían 700 mil adultos mayores en el Perú, el principal grupo de riesgo para Covid-19. ¿Qué hemos hecho por ellos?
UN PROYECTO DE MARCO GARRO
PRODUCIDO CON APOYO DEL PULITZER CENTER.

En el Perú hay 700 mil adultos mayores en situación de pobreza. Los economistas estiman que Perú ha retrocedido una década en niveles de pobreza, y que esto también afectará a la población mayor.

Envejecer en los cerros de Nueva Esperanza, al sureste de Lima, nunca ha sido fácil, incluso antes de la llegada de la pandemia de Covid-19. Se trata de un asentamiento humano ubicado en el distrito de Villa María del Triunfo, que nació en un arenal en la década del cincuenta, como una solución al problema de vivienda en los sectores de menos ingresos. Su nombre reflejaba un proyecto: construir un parque industrial en tierras del Estado. Atraídos por ese futuro, cientos de comerciantes, soldadores, carpinteros y artesanos —en su mayoría quechuablantes— empezaron a poblar dicha tierra, con más fuerza, sobre todo, en los años noventa. Esa promesa de progreso, sin embargo, nunca se cumplió para ellos.

Largo tiempo ha pasado desde entonces. Hoy, como los más de mil asentamientos humanos que existen en Lima, Nueva Esperanza es, sobre todo, un enorme puñado de casas de triplay y calamina repartidas desde las laderas hasta lo alto de los cerros, conectadas por caminos de tierra y escaleras que los vecinos han construido en comunidad. Aquí no hay red de alcantarillado, el agua llega en camiones cisterna, y los hogares más pobres todavía se alumbran por la noche con la luz de las velas.

Es allí, en esos cerros, donde (sobre)viven varios de los más de 700 mil adultos mayores que viven en pobreza en el país. Peruanos que podrían ser nuestros padres, madres, abuelos, abuelas. Peruanos que contamos dentro de esa “población vulnerable”, porque enfrentan el mayor riesgo de enfermedad y muerte en los días del virus.

Sus vidas reflejan lo que sucede cuando toda la sociedad -Estado, empresas, ciudadanos- no cuida de sus adultos mayores. Hoy, a un año de iniciada la pandemia en Perú y en plena segunda ola de contagios, de los 41 mil adultos mayores que viven en Villa María del Triunfo (donde se ubica Nueva Esperanza), el 60% no recibe una pensión de jubilado y el 41% no tiene acceso a ningún sistema de salud. Para muchos, trabajar años después de la edad de jubilación es normal (40% de la población adulta mayor de Lima todavía trabaja), al igual que aprender a vivir con malestares crónicos, como artritis, hipertensión, asma, diabetes, tuberculosis, entre otras dolencias que no pueden tratar, pues a veces no tienen seguro médico o no pueden caminar hasta una posta o porque solo hablan quechua o viven solos o no tienen dinero para acudir a un médico.

La pandemia de la Covid-19 —su estricta cuarentena; su altísima mortalidad— solo ha vuelto más profundas las grietas de precariedad en la que ya vivían. Eso lo saben bien los adultos mayores de Nueva Esperanza, como Paulina, Vicente, Lucila, Guillermo, Doris y Justiniano, cuyas experiencias durante la pandemia contaremos a continuación. A diferencia de otros peruanos de sus edades, ellos tuvieron algo de suerte: no padecieron circunstancias de pesadilla, con hospitales desbordados, sobrevivieron. Durante este año, el virus ha matado a 65 mil adultos mayores, según el Sistema Nacional de Defunciones (Sinadef), 70% del total.

Ellos son la “población de riesgo” que se vio obligada a hacer más sacrificios en sus vidas ya difíciles. Algunos no recibieron bonos de ayuda del Gobierno, y el poco dinero que recibían de sus familiares se cortó por el desempleo provocado por la emergencia. Entonces se aferraron a las ollas comunes y a la solidaridad de sus vecinos, y sembraron más papas y hortalizas en sus huertos, y todos los días miraron desde lo alto del cerro, esperando. No la vacuna —que, según el Gobierno, llegará muy pronto para ellos—, sino el día en que podrán salir a hacer su vida —lo que queda de sus vidas— como antes.

PAULINA
67 años

La historia de una partera de la comunidad que salió de Huancavelica acompañando a sus hijos en busca de mejores oportunidades, en Lima. Paulina Peñaloza Campos enfrenta la pandemia y se protege del virus desde el aislamiento con sus hijos y nietos, mientras extraña “ver el mundo de afuera”. Como ha trabajado toda su vida en la chacra y el hogar, no recibe una pensión como cualquier jubilado.

Para protegerse del virus, Paulina Peñaloza Campos pone unas hojas de eucalipto dentro de su mascarilla antes de salir a la calle. Confía en el poder curativo de las plantas. Si se siente mal, se prepara un mate de eucalipto, como hizo al inicio de la pandemia, cuando comenzó a dolerle el cuerpo y la cabeza. Tal vez por eso, dice, jamás ha tomado pastillas ni ha pisado un hospital y tampoco quiere ir a uno. En su pueblo de Tayacaja, en Huancavelica (“el último rincón de la puna” como ella lo llama), nunca hubo un centro de salud. “Se usaba hierbas para curar todo”, dice.

Como tantos adultos quechuahablantes, siempre desconfió de un sistema de salud casi inexistente en la sierra donde se crió. “De repente me cortan a trozos los médicos”, se ríe Paulina, quien una vez escuchó historias de mujeres indígenas, esterilizadas a la fuerza durante el régimen de Fujimori en los noventas. Tal vez por eso, dice, llegó a ser la partera de su comunidad.

Paulina tiene buena memoria y cuenta con detalle su infancia. Recuerda las papas, los ollucos, la mashua, la coca y la quinua que cultivaban su familia. El agua que bebían de los puquiales, el cielo azulísimo. Pero también se le vienen a la mente las varias “plagas” que azotaron su pueblo. Entre ellas, una enfermedad que provenía de las vacas y que causó la muerte de sus padres, ya ancianos. “Aunque antes las plagas mataban más a los niños”, advierte, “no como este virus que mata a gente como yo”. Varios de sus hermanos murieron antes de que pudiera conocerlos. Ella misma parió 14 hijos: siete sobrevivieron y siete fallecieron por distintos males. “Unos murieron al nacer, otros cuando eran lactantes o cuando ya estaban caminando”, cuenta Paulina. “Así era antes.”

De sus hijos adultos, solo dos hijas viven en Huancavelica. Los demás se fueron a Lima, uno por uno, para trabajar pintando casas. Paulina siempre supo de la profunda necesidad que muchos de sus paisanos pasan en la capital. “¿A qué vas a ir allá si ellos no tienen para comer?”, recuerda haberle dicho preocupada a su hijo mayor, para que se quedara. “Yo lloraba, pero me dijo que era por plata nomás y se fue”. Solo su último hijo pudo convencerla de viajar juntos a Lima. Fue la primera vez que Paulina viajó en auto.Tenía 50 años. En cada curva pensó que moriría. Al final llegó a Lima algo mareada y con dolor de cabeza.

Le tomó un tiempo acostumbrarse a la ciudad. “Todos los días miraba la cantidad de carros. “¿Tantos carros es posible? ¿Qué lugar es este?”, recuerda haber pensado. “Las casas en los cerros parecían huecos, como casas de pájaro”. Hoy comparte una casa prefabricada de madera y techo de calamina junto a dos de sus nietas. Tres de sus hijos, ocupan las viviendas de al lado. Como ha trabajado toda su vida en la chacra y el hogar, Paulina no recibe una pensión como cualquier jubilado. “Mis hijos me ayudan”, dice, “por eso estoy viva”.

Antes de que llegara la pandemia, cada uno solía darle 50 soles a la semana. Con eso Paulina preparaba su propio almuerzo y mantenía cierta independencia. Pero con la cuarentena sus dos hijos y su yerno perdieron sus trabajos como pintores y albañiles y solo pueden darle cada tanto pequeñas propinas.

“Un día llegué a casa y mamá estaba llorando”, cuenta Eugenio, su hijo mayor. A Paulina se le había terminado la comida hace días, pero era demasiado tímida para alertar a su familia. Ahora todos tratan de comprar juntos y compartir los alimentos. Almuerzan sopa de papas y arroz y, cuando se puede, carne y pollo. Sus nietos la visitan para ayudarle con la limpieza y la cocina. Solo a un hijastro de Eugenio le tocó un bono de ayuda de 760 soles. Eso los alivió, pero duró poco.

Ahora Paulina ve a sus hijos y nietos más seguido. Siente que la cuidan y eso la hace sentir bien, aunque extraña ver el mundo de afuera. “Mis hijos no quieren que salga. Ya no se puede reunirse, ni visitar, ni ir a ningún lado. Ni a la iglesia ni al mercado, solo a una tiendita”, reniega. A veces se entretiene dándole de comer a la cabra que le regaló su hijo, luego de que su esposo falleciera hace unos años.

“Yo estaba muy triste y me la trajo bebita. Con biberoncito la he criado”, recuerda Paulina, que no le ha puesto nombre todavía. “Mis hijos traen panca, hojas de choclo, y con eso la doy de comer sentadita. Mientras come de mi mano, recuerdo mi tierra”.

“AUNQUE ANTES LAS PLAGAS MATABAN MÁS A LOS NIÑOS”, DICE PAULINA, “NO COMO ESTE VIRUS QUE MATA A GENTE COMO YO”.

El 60% de las personas adultas mayores en Lima no está afiliado a algún sistema de pensiones. En todo el país, solo el 15,7 % está inscrito en Pensión 65. Ser pobre en Perú significa no ganar más de S/. 344 al mes (100 dólares), y ser pobre extremo no ganar más de S/.183 al mes.

VICENTE
75 años

Tenía siete años cuando su madre, antes de morir, lo dejó bajo la tutela del dueño de un restaurante en Lima. Vicente Vargas Valenzuela aprendió a leer y a escribir tarde, tenía 15 años cuando pisó el colegio. Luego de mucho esfuerzo pudo comprarse un terrenito en Villa María del Triunfo. A pesar de su edad, continúa trabajando porque no tiene seguro ni jubilación. “No puedo ser vago. Se me oxidan los huesos”, dice.

No se acuerda mucho de su infancia. Solo que su padre lo abandonó antes de que naciera y que su madre falleció de una grave enfermedad. “Así me dijeron”, dice Vicente, o Chavito, como lo llaman sus amigos. Porque a pesar de todo lo que ha vivido, todavía conserva la sonrisa traviesa de niño y esa costumbre de encogerse de hombros cuando habla de sí mismo, como si le diera vergüenza.

Vicente Vargas Valenzuela nació en la sierra de Huaral, al norte de Lima. Antes de morir, su madre lo dejó con el dueño de un restaurante en el distrito de Surquillo, en la capital, y nunca más volvió. Vicente tenía siete años y a esa edad empezó a trabajar. Cuenta que era tan chiquito que se le caían los platos y lloraba de pena. Pero el dueño del restaurante no lo regañaba. Más bien, fue su “medio padre, medio jefe”, el señor que le daba techo, comida y propinas por su trabajo.

No fue al colegio hasta los 15 años, aunque solo estudió primero de primaria. Vicente ya sabía leer “un poco”, pero fue detenido por acompañar a un amigo en un robo dentro de su escuela, algo que prefiere no recordar. Solo cuenta que, cuando salió de la comisaría, el colegio le prohibió regresar. “Por la mala influencia, perdí mi chance”, admite Vicente, que intentó empezar de nuevo, esta vez trabajando en la chanchería que su “medio padre, medio jefe” tenía en Nueva Esperanza.

Con el tiempo, el entonces joven Vicente pudo vender unos chanchos y con ese dinero comprar un terreno en aquellos cerros. Más de treinta años han pasado desde entonces. Nunca se casó ni tuvo hijos. “Menos mal, la vida cuesta demasiado”, dice. No tiene pensión, ni cuenta bancaria, ni seguro de salud. Aprendió a vivir con el dolor de una hernia en la ingle. No se atrevió a preguntarle al doctor cuánto costaba la operación que le recomendó. Tampoco se ha tratado las varices en las piernas, que le causan dolor al caminar; ni el mal en sus riñones, pese a que un médico le advirtió que iban a “explotar”.

A pesar de todo, él sigue trabajando. Todos los días ayuda a alimentar los animales en la chanchería de un amigo cerca a su casa en Nueva Esperanza. Cuando llegan los camiones con la basura de los mercados, Vicente separa las verduras en buen estado para cocinarlas y alimentar a los chanchos y las vacas. Así, entre las moscas y el olor penetrante, llena 20 baldes de alimento al día. No gana un sueldo. El dueño de la chanchería paga su comida y le da 20 soles a la semana, como propina. A veces le regala un chancho. Para Vicente eso es mejor que nada. “Tengo que estar haciendo algo”, dice. “No puedo ser vago. Se me oxidan los huesos”.

Hace unos meses Vicente se enfermó. Dejó de trabajar dos semanas. El estómago y el cuerpo le dolían. Su amigo, el dueño de la chanchería, lo llevó a un hospital y pagó sus medicinas. Tenía una infección gastrointestinal y tuvo que reposar en casa. Sus vecinos lo visitaron, le llevaron sopa. Se recuperó. Luego supo que una vecina estuvo “chismeando” que él estaba “con esa enfermedad”, que no se le acercaran. Vicente sabe que varios fallecieron de coronavirus en las chancherías al otro lado del cerro, pero no conoce alguien cercano que se haya infectado. Ni él ni sus vecinos han dejado de trabajar durante la pandemia.

“¿Por qué tendría miedo de ese virus?”, dice. “Acá todos somos sanos”. No siente temor de infectarse. Lo que le preocupa es otra plaga. Una enfermedad porcina, la peor en varios años y que arrasó apenas hace unos meses las chancherías. Vicente vio morir, uno a uno, los ocho lechones que su única chancha había parido. Él había invertido su bono de ayuda para engordarlos y venderlos a un buen precio en Navidad. En cambio, tuvo que quemarlos en un basural.

Vicente dice sentirse dichoso, al menos no ha perdido su trabajo durante la emergencia. A veces se sienta en la puerta de su casa, a conversar con sus vecinos cuando cae la noche, o baja el cerro a ver un partido de fútbol en la loza deportiva. Las hijas del dueño del restaurante (sus “medias hermanas”) le traen fruta y lo animan a que se vaya a vivir con ellas. Pero Vicente prefiere tener y cuidar lo suyo: su terreno, su casa de triplay, su cama y una cajonera donde guarda la comida de sus chanchos. Además, acaba de adoptar una cachorrita que encontró viva entre un montón de desperdicios. “Yo tengo que estar aquí hasta que me jale diosito”, dice. “Ya cuando él me permite morir, me voy feliz”.

“YO TENGO QUE ESTAR AQUÍ HASTA QUE ME JALE DIOSITO”, DICE VICENTE. “YA CUANDO ÉL ME PERMITE MORIR, ME VOY FELIZ”.

UNA ENFERMEDAD PORCINA, LA PEOR EN VARIOS AÑOS ARRASÓ APENAS HACE UNOS MESES LAS CHANCHERÍAS. VICENTE VIO MORIR, UNO A UNO, LOS OCHO LECHONES QUE SU ÚNICA CHANCHA HABÍA PARIDO.
Hoy el 79.5% de los adultos mayores de Lima presentan algún problema de salud o malestares crónicos, como artritis, hipertensión, asma, reumatismo, diabetes, colesterol. Y en todo el país, el porcentaje alcanza a 4 de cada 5. El 17.9 % de los adultos mayores en el Perú no está afiliado a ningún tipo seguro de salud.
LUCILA
80 años
Lucila Común Rivas es una sobreviviente: enfermó de polio a finales de los años 50. Antes de la pandemia ayudaba a su hija a vender desayunos, pero el virus alteró todo. Unas semanas antes la excluyeron del programa Pensión 65 porque el Estado ya no consideraba que vivía en un hogar pobre. El motivo: prestaron una conexión eléctrica a un vecino y el recibo de luz se incrementó, dice que por eso la descalificaron. Hoy Lucila enfrenta la pandemia desde las pequeñas habitaciones de su casa, con su hija, sin salir.
“MI MADRE ME ENSEÑÓ, HACÍAMOS PONCHOS, TELAS CON DIBUJITOS, COSAS ASÍ”, RECUERDA LUCILA. “HILABA Y VENDÍA PARA QUE DE ESO SE MANTENGA MI FAMILIA”.

Lucila Común Rivas ya ha sobrevivido una epidemia. Ella es parte de los cientos de peruanos que enfermaron de polio antes de que se desarrollara la vacuna, a finales de los años cincuenta. La enfermedad la dejó coja a los nueve años, y durante la mayor parte de su vida ha caminado con un bastón. Nació en una familia campesina en Huancavelica, y desde niña practicó el arte tradicional del hilado y tejido. “Mi madre me enseñó, hacíamos ponchos, telas con dibujitos, cosas así”, recuerda Lucila. “Hilaba y vendía para que de eso se mantenga mi familia”.

Su habilidad con los textiles también le ayudó a sostener, ella sola, a sus cinco hijos. Vendía la ropa que confeccionaba o intercambiaba favores con sus vecinos. “Siempre los ayudaba y a cambio de eso, le sembraban su maicito en la chacra”, recuerda Martha, su hija menor, quien se mudó muy joven a esta zona de Lima para trabajar.

Hace una década, en Huancavelica, Lucila se resbaló mientras caminaba bajo la lluvia y ya no pudo andar más. Por no tener DNI, como tantos adultos quechuahablantes en el Perú, no pudo recibir atención médica a través del Sistema Integral de Salud (SIS). Entonces sus hijos la llevaron a Lima, a la casa de Martha en Nueva Esperanza, donde ahora viven juntas y duermen en camas pegadas. “Yo trabajaba para mantenerla a mi mamá nada más”, cuenta Martha, soltera, sin hijos. Ella se encargó de llevar a su madre a un centro particular de terapia física.

Con su ayuda, Lucila también pudo sacar su DNI en 2012, tras varios trámites que llevaron a Martha hasta Huancavelica, para conseguir su partida de nacimiento. Así pudo afiliarla al SIS, algo muy oportuno ya que tiempo después tendría otro accidente: Lucila se cayó de la cama y se fracturó un fémur. El hospital donde se atendió le dio una silla de ruedas y pastillas para el dolor, pero los médicos le dijeron que, por su edad avanzada, no podían hacer más.

Con su DNI, Lucila también pudo ser beneficiaria de Pensión 65 (250 soles bimestrales para adultos mayores pobres), pero solo durante un año y medio. Justo antes de la pandemia, dice, la excluyeron del programa porque el Estado ya no consideraba que vivía en un hogar pobre. Martha había prestado su conexión eléctrica a un vecino y el recibo de luz subió fuertemente, descalificándolas. Por lo mismo, Lucila no ha podido inscribirse en Contigo, un programa social nuevo que destina pensiones a personas discapacitadas que viven en pobreza.

Antes de la pandemia, Martha sostenía el hogar vendiendo desayunos en la avenida al pie del cerro. Por miedo al contagio y a las autoridades, dejó de salir durante la primera cuarentena, y vivió de sus ahorros y el menú de la olla común. Con el bono de 760 soles que recibió pudo resistir hasta el final de la “primera ola”, pero no tuvo capital para su negocio de desayunos. Hoy trabaja limpiando la casa de una pareja en Surco. Gana 240 soles por semana, lo justo para seguir cubriendo los gastos del hogar. Aunque eso signifique ver mucho menos a su madre.

Martha dice que, tal vez por eso, Lucila se ha vuelto “más deprimida”. Un rato está de buen humor, pero “tiene sus arranques” y se queda callada.

En Nueva Esperanza, no hay veredas ni pistas asfaltadas ni rampas para personas con limitaciones físicas. Antes de la emergencia, Lucila (que casi no usa su silla de ruedas) solía ir a la bodega de la esquina, empleando la fuerza de sus brazos para arrastrar su cuerpo hacia adelante. Si tenía que salir más allá de la cuadra, le pedía ayuda a los muchachos del barrio para que la suban a un mototaxi. Pero con la llegada del nuevo coronavirus al Perú, el mundo de Lucila se encogió aún más.

Ya no podía salir a la calle por la cuarentena y el riesgo de contagio. “Se puso triste”, recuerda Martha. Cuando se lo explicó, “hasta lloró porque no entendía”. También dejó de ir al hospital para recibir los medicamentos que calman el dolor de su pierna. Saben que desde hace meses los centros de salud hierven de pacientes covid y temen enfermarse.

Hoy Lucila pasa sus días entre los dos cuartos de la casa y el jardín, donde cocina a leña y alimenta a sus pavos y gallinas ponedoras. Pero si tan solo tuviera un negocio propio, dice Martha, las cosas serían diferentes. Podría comprarle a su madre esas pastillas para fortalecer su memoria y aliviar sus dolores. Sobre todo, pasarían más tiempo juntas, hablando y tejiendo durante horas, como antes.

HOY LUCILA PASA SUS DÍAS ENTRE LOS DOS CUARTOS DE LA CASA Y EL JARDÍN, DONDE COCINA A LEÑA Y ALIMENTA A SUS PAVOS Y GALLINAS PONEDORAS.
El 15% de los adultos mayores en el Perú no sabe leer ni escribir. El 27,2% de ellos tiene al quechua, aimara u otra lengua nativa, como lengua materna. El 11,8% no ha ido a la escuela o solo alcanzó el nivel inicial; mientras el 36,3% alcanzó a estudiar la primaria y el el 28,2% la secundaria.
GUILLERMO
90 años
El hombre que chaccha y lee su suerte en las hojas de coca se llama Guillermo Urbano Condori, es un sobreviviente de la violencia terrorista en Ayacucho. Llegó a Lima buscando paz y levantó su hogar. Pero la pandemia desplomó la frágil economía familiar. Sus únicos ingresos son los 380 soles al mes que cobra como pensión por su empleo en una mina en la que trabajó hace 60 años. Antes de Covid-19 sus hijos tenían empleos, pero informales, y los han perdido durante esta crisis sanitaria.

Como es tradición en su familia, Guillermo Urbano Condori empieza su día leyendo su fortuna en las hojas de coca que saca de su bolsillo. Las hojas rotas, por ejemplo, son señal de un mal augurio. Las que caen del lado más claro, en cambio, indican buena suerte. “Hoy me va a ir mal”, se lamenta esta tarde de enero, mientras chaccha (mastica) coca en la entrada de la vivienda del mayor de sus seis hijos, en Nueva Esperanza: una casa de madera y calaminas, desde la que se puede ver, a lo lejos, el mar.

Desde que recuerda, Guillermo ha chacchado coca casi todos los días. Es una de las pocas costumbres que tiene. Chacchaba coca cuando, de muchacho, domaba toros en la sierra de Ayacucho. Chacchaba coca cuando, en sus veintes, trabajaba en los socavones de una mina al sur de Lima y no olvidaba dejar algunas hojas como ofrenda a los duendes que viven bajo tierra. Y chacchaba coca en la época cuando fue teniente gobernador de su pueblo, Mayo Luren, que se convirtió en un campo de batalla entre Sendero Luminoso y ese grupo especial de policías llamados sinchis. “La coca es vida”, dice, “te da fuerza”.

Incluso en medio del confinamiento por causa de la pandemia, a Guillermo no le han faltado sus hojas verdes favoritas. Pero ya no baja al mercado San Francisco para comprarlas él mismo, como le gustaba hacer. Por el riesgo de contagiarse de Covid-19, también dejó de reunirse con otros ancianos del barrio para tomar un trago. “Pero sí que quiere su coquita”, dice Hipólito, su hijo mayor, quien le trae un cuarto de kilo cada par de semanas.

Hipólito, de 67 años, dice que su padre se ha endulzado con los años. Se ríe más y se molesta menos. Tiene buena salud aunque a veces se le olvidan las cosas y le cuesta oír y por eso hay que hablarle fuerte. Al inicio de la pandemia, le costó entender por qué no podía salir. “No creía en eso de la cuarentena,” cuenta Hipólito, “me decía que el toque de queda es por la noche”, como lo fue en la época más difícil del terrorismo en los ochenta.

Guillermo recuerda cuando los senderistas llegaron a su pueblo. Mataban dirigentes y campesinos quechuahablantes como él. Casi siempre lo hacían con cuchillos o machetes, así ahorraban balas para luego usarlas contra los policías. “Los campesinos éramos fáciles de matar”, cuenta, “no necesitaban gastar bala”.

Un día los sinchis convocaron a la plaza principal a Guillermo. Vio a decenas de paisanos maniatados y golpeados. “¿Cuáles son los terrucos?”, le preguntaron, listos para ejecutar a quienes identificara. Guillermo se conmovió viendo un joven casi moribundo. Entonces fingió ser un militar importante, y ordenó a los policías liberar a todos. Le hicieron caso. Pero la paz duró poco. Guillermo vio personas degolladas, francotiradores que mataban campesinos de un cerro a otro, casas saqueadas y masacres de ganado. Los pobladores empezaron a huir como podían.

Hipólito, su hijo, partió a Lima primero. Guillermo se quedó a terminar su mandato como teniente gobernador. Pero cuando los senderistas empezaron a secuestrar a niñas y mujeres, se fue con su hija Lucy, que tenía 13 años, aterrorizado por perderla. Ahora es uno de miles de ayacuchanos que, por esos días, migraron a los barrios populares de la capital, y que mantienen viva la memoria de esas atrocidades. Incluso ahora, en su vejez, en medio de las nuevas incertidumbres de la pandemia.

Hoy Guillermo y sus hijos viven juntos, en Nueva Esperanza, aunque solo él tiene un ingreso estable: 380 soles al mes como pensión por su trabajo en una mina hace 60 años. La economía del hogar ya estaba golpeada desde antes de la emergencia. Hipólito, soldador, tiene una hernia que no le permite trabajar. El taller mecánico de su hijo cerró. Lucy, su hermana, no puede viajar a provincia para vender sus tejidos. Los ahorros que tenían y los 760 soles que recibieron del Estado se acabaron en las primeras semanas del confinamiento.

Para no quedarse de brazos cruzados, Hipólito pasa horas aplanando el terreno frente a su casa, cuando su pierna lo deja. “Quizás lo puedo alquilar, no sé, a un mototaxista”. Guillermo supervisa la obra. A veces recuerdan Ayacucho: cómo sembraban con ayuda de los toros y las cosechas de papa y quinua, abundante comida para un año. En la noche ven juntos la televisión. Hipólito pone el Chavo del Ocho para que Guillermo mire desde su cama, y lo escucha reír hasta quedarse dormido.

DESDE QUE RECUERDA, GUILLERMO HA CHACCHADO COCA CASI TODOS LOS DÍAS. ES UNA DE LAS POCAS COSTUMBRES QUE TIENE. CHACCHABA COCA CUANDO, DE MUCHACHO, DOMABA TOROS EN LA SIERRA DE AYACUCHO. CHACCHABA COCA CUANDO, EN SUS VEINTES, TRABAJABA EN LOS SOCAVONES DE UNA MINA AL SUR DE LIMA
Más de la mitad de los adultos mayores de Lima se mantiene activa laboralmente, sin embargo, en su mayoría se encuentra subempleada o son pequeños comerciantes o ambulantes. Más de la mitad de los que trabajan (53,5%) se encuentra en la categoría de trabajador independiente.
DORIS
72 años
Desde hace diez años, Doris Romaní Villanueva dirige uno de los 198 comedores populares que hay en Villa María del Triunfo, pero la emergencia sanitaria obligó a todos a cerrar el comedor durante cinco meses para evitar los contagios. La medida golpeó a muchas familias. Sus únicos ingresos provienen ahora de los cerdos, gallinas y patos que cría en un galpón. En sus ratos libres lee libros usados que compra en el mercado. A veces canta canciones en quechua para sanar la tristeza.

Doris Romaní Villanueva terminó la secundaria a los 38 años. Fue la culminación de un sueño postergado varias veces. De niña era buena alumna en la primaria de Acobambilla, en la sierra de Huancavelica, hasta que un día llegó al pueblo una mujer que cambiaría su vida. “Era muy elegante, llevaba un abrigo y un sombrero de pana”, recuerda. “Pensé que era la esposa de un ingeniero de la mina”.

Esa mujer resultó ser su madre biológica, que la había dejado a cargo de su abuela siendo una bebé, y ese día iba a llevársela a vivir a Pisco, con su nueva familia. Doris no quería dejar a su abuela, su “única mamá”, pero al final la convencieron: tendría una vida mejor en la costa, le dijeron, allá “todo era de oro”.

Pero en Pisco, aquella señora la hizo trabajar: era Doris quien limpiaba la casa y cuidaba a sus hermanastros. Un año después se enfermó de tuberculosis. Luego su madre le informó que no había dinero para que continuara estudiando, y la obligó a vender sánguches de langostino a los camioneros que viajaban por la carretera rumbo a Lima. A los 16 años, harta del maltrato, huyó dentro de un camión con una señora que solía comprarle sánguches. Se fue a trabajar en la venta de leche y quesos. Se enamoró de un muchacho y pronto tuvieron dos niños. El tipo, sin embargo, era un abusivo y no quiso que estudiara. Doris tardó años en encontrar valor para dejarlo.

Libre otra vez, Doris comenzó a trabajar de día y a estudiar de noche en un colegio público. Cuando terminó la secundaria, estudió industrias alimentarias en un instituto técnico para mujeres. Tres años después, consiguió una práctica en la empresa Gloria, de Arequipa. “Me gustaba todo sobre el procesamiento de comida”, recuerda, “cómo hacer yogures, queso, como planificar y organizar”.

Pero al llegar a Lima, ya con 42 años, no pudo encontrar un empleo donde demostrar sus nuevas habilidades. Notaba que los empleadores la consideraban “muy mayor”. Con todo, trabajó en una cafetería de la Marina de Guerra durante ocho años, pero perdió su puesto en una ola de despidos durante el “Fujishock”. Entonces volvió a enfocarse en la crianza de animales, algo que le había ayudado a mantener a sus hijos cuando era madre soltera. Fue así, buscando un terreno para ese fin, que Doris llegó a Nueva Esperanza.

Hoy tiene un galpón donde cría chanchos, gallinas y patos. Al lado tiene su casa de madera y calamina, como la mayoría de viviendas, sin agua potable ni luz eléctrica. Antes de la pandemia, Doris ganaba unos 450 soles al mes vendiendo sus animales a acopiadores, y 350 soles más vendiendo queques y pasteles de cumpleaños, o como cocinera principal en bodas y fiestas grandes. Pero ambos ingresos casi han desaparecido. Además del azote de la pandemia, una enfermedad que se propagó en las chancherías el año pasado mató a cuatro de sus seis lechones. Pese a ello, Doris pasa sus días ayudando a familias más necesitadas que la suya.

De lunes a sábado, desde hace diez años, Doris dirige un comedor popular (uno de los 198 que hay en Villa María del Triunfo) que alimenta a 25 familias, a tres soles el menú (arroz con lentejas + sopa de pollo, por ejemplo). Por la emergencia, sin embargo, el comedor tuvo que cerrar durante cinco meses para evitar los contagios. En ese tiempo, algunas familias de Nueva Esperanza izaron banderas blancas en sus techos para alertar que pasaban hambre.

Cuando el comedor pudo abrir, la municipalidad ya no les daba donaciones. Doris tuvo que invertir su bono del Estado para sostenerlo. Ella no recibe un sueldo por su trabajo (tampoco es beneficiaria de Pensión 65), pero al menos así tiene un almuerzo al día y la satisfacción de ayudar.

Si no está ocupada en el comedor o con sus animales, Doris lee los libros usados que compra en el mercado. Le gustan los de historia peruana o los clásicos de Julio Verne y Víctor Hugo. A veces canta canciones en quechua, su lengua materna, como la que cuenta la historia de una madre con “corazón de piedra” que abandonó a su pequeña. La aprendió de un tío cuando era niña, y siempre la cantó pensando en aquella “señora elegante”. Cantar, dice, le ayuda a sanar la herida.

Hace unos años entonó esa canción en Acobambilla, su pueblo. Era el aniversario del colegio donde había estudiado. Un primo suyo la acompañó con la guitarra. “Cuando fui al anfiteatro a presentarme, en la marquesina estaba mi nombre y me puse a llorar,” recuerda Doris. “Mi hija fue a verme. Me dijo: mami yo te admiraba, pero ahora te admiro más”.

DE LUNES A SÁBADO, DESDE HACE DIEZ AÑOS, DORIS DIRIGE UN COMEDOR POPULAR (UNO DE LOS 198 QUE HAY EN VILLA MARÍA DEL TRIUNFO) QUE ALIMENTA A 25 FAMILIAS, A TRES SOLES EL MENÚ.
A VECES CANTA CANCIONES EN QUECHUA, SU LENGUA MATERNA, COMO LA QUE CUENTA LA HISTORIA DE UNA MADRE CON “CORAZÓN DE PIEDRA” QUE ABANDONÓ A SU PEQUEÑA. LA APRENDIÓ DE UN TÍO CUANDO ERA NIÑA, Y SIEMPRE LA CANTÓ PENSANDO EN AQUELLA “SEÑORA ELEGANTE”. CANTAR, DICE, LE AYUDA A SANAR LA HERIDA.
Una cuarta parte de los hogares de adultos mayores carecen de un servicio adecuado de desagüe. Los datos del 2019 señalan que el 43,8% de los adultos mayores no contaba con refrigeradoras en el hogar. Esta carencia afectaba al 88% de hogares rurales, según INEI.
JUSTINIANO
66 años
Hace 20 años que Justiniano Malca Martos vive en la parte más alta de Nueva Esperanza, donde extraña la lluvia cada vez que las hermosas flores amarillas de amancaes no florecen. Sin agua tampoco puede cultivar los alimentos en el huerto familiar, su principal fuente de abastecimiento cuando la pandemia los obligó a dejar de trabajar como conductor de un ómnibus de transporte público. Junto a su familia, Justiniano enfrenta “con su chacrita” el embate de la segunda ola.

El año pasado, el primer año del virus, las amancaes no florecieron en Nueva Esperanza. No llovió lo suficiente, dice Justiniano Malca Martos, que lleva dos décadas viviendo allí. Siempre le gustó ver las flores amarillas y rosadas aparecer en medio del invierno gris de Lima, desde que levantó con su esposa María esta casa de triplay en la parte más alta del cerro.

La falta de lluvias, sin embargo, les preocupaba por razones más urgentes durante el 2020. Sin lluvia, cuentan, hubo menos agua para regar las papas, el aguaymanto, los plátanos, las calabazas y el maíz que siempre ha cultivado en su huerto, y que necesitaron con urgencia cuando la pandemia los obligó a dejar su principal fuente de ingresos: una combi Nissan roja que trasladaba pasajeros entre Manchay y Villa María del Triunfo, con Justiniano al volante y María, de cobradora.

Compraron la combi hace siete años, después de cerrar su pequeña vulcanizadora (no podían pagar el alquiler del local), y ya perdieron la cuenta de las veces que han reparado el vehículo. La última fue justo antes del inicio del estado de emergencia, el año pasado. Una noche de marzo la combi se malogró en una trocha y tuvieron que dormir en los asientos. Intentaron seguir al día siguiente, pero la batería se malogró. Horas después el presidente Vizcarra declaraba la cuarentena nacional. “Teníamos solo 50 soles en nuestros bolsillos”, cuenta María. “No sabíamos qué hacer”.

Intentaron, entonces, retomar la huerta. Pero las lluvias no llegaron, y seguir regando los cultivos cada ocho días con agua que compran de las cisternas (a cinco soles el cilindro) salía muy caro. Luego vino la rancha, una plaga de hongos que ataca a los cultivos, y se quedaron sin una sola papa. Pensaron operar la combi a la mitad de su capacidad, como exigían las autoridades al inicio de la cuarentena, pero no tenía sentido: lo que ganaran no cubriría ni el costo de la gasolina.

La pandemia les quitaba el trabajo, y el clima impredecible, el sustento de la tierra. Resistieron los primeros meses de cuarentena gracias, en parte, al aporte de uno de sus hijos, y a la olla común que se organizó en Nueva Esperanza. “Siempre entre vecinos nos ayudamos”, dice Justiniano. “Si no, estaríamos en nada”.

Justiniano tiene hipertensión, fue hospitalizado por bronconeumonía hace unos años, y aún no se ha recuperado de un accidente en 2017 que dañó sus intestinos: mientras estaba bajo la combi arreglando una pieza, el vehículo empezó a moverse y aplastó su abdomen. Aunque tenía cobertura del Sistema Integral de Salud (SIS), le dijeron que solo su seguro de accidentes de tránsito (SOAT) podría cubrirlo, pero este ya había vencido. La pareja se endeudó por más de 20 mil soles para pagar las dos operaciones, y aún tenían cuotas pendientes cuando empezó la pandemia. “Si nos agarra a nosotros el virus, imagínate”, dice Justiniano, “¿de dónde sacaremos plata para curarnos?”.

Todavía le hace falta una operación, pero no tiene los cinco mil soles para pagarla. Por eso Justiniano aguanta los dolores de barriga que le vienen de vez en cuando. Su recuperación es pura incertidumbre y su plan de ahorrar para construirse una casa de ladrillo y cemento, para montar allí una tienda de venta de buzos, cada día se ve más lejano. La pareja está cansada de trabajar en la calle.

Cuando Justiniano recibió dos bonos (de 380 soles cada uno) durante la primera ola, fue un gran alivio. Compraron arroz, menestras, algo de pollo y carne. Evitaron salir a toda costa. Solo uno de los dos iba una vez por semana al mercado. Pero el dinero se acabó pronto. En octubre, preocupados por sus deudas, volvieron a sacar la combi. Para reducir los riesgos de contagio, hicieron solo un recorrido al día en vez de tres, y con menos gente. “Eso implica menos ingresos, pero hay que proteger la salud”, dice Justiniano. Si antes ganaban 100 o 120 soles por día, ahora solo unos 30 o 40 soles por una vuelta de tres horas.

Cuando este año inició la “segunda ola” de la pandemia, se enteraron de otros choferes que habían fallecido por el virus. Justiniano dice que, si recibieran otro bono más, se quedarían en casa de nuevo, comiendo arroz y menestras. Pero esta vez, su nombre no está en la lista. Desearía que las lluvias volvieran pronto y dedicarse a “la chacrita”, en la casa que comparte con una de sus hijas y su nieto pequeño.

“Soy de Cajamarca, siempre hemos sembrado papa allá y hemos traído la costumbre aquí”, dice Justiniano. Solo espera que la lluvia siga mojando la tierra que le da de comer.

INTENTARON RETOMAR LA HUERTA. PERO LAS LLUVIAS NO LLEGARON, Y SEGUIR REGANDO LOS CULTIVOS CON AGUA QUE COMPRAN DE LAS CISTERNAS SALÍA MUY CARO. LUEGO VINO LA RANCHA, UNA PLAGA DE HONGOS QUE ATACA A LOS CULTIVOS, Y SE QUEDARON SIN UNA SOLA PAPA.
La pobreza monetaria es un 5,3% mayor en el grupo de ciudadanos que migraron desde regiones y se asentaron en Lima. Estas cifras se duplican entre los migrantes que comparten una lengua materna nativa (30,5 %), frente a los que hablan español (17,6 %).

DIRECCIÓN, FOTOGRAFÍA Y VIDEOS 
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Edición de texto
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DESARROLLO WEB
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